viernes, 29 de mayo de 2009

un rostro del dios que me enseñaron

Los muchachos se acercaron al profesor afectando un tono gracioso que, por cierto, bastante poco convencía. Esperaban que el aire relajado y risueño rompiera el hielo que su irresponsabilidad había impuesto entre ellos y el catedrático. Sabían de sobra que en absoluto merecían la complacencia del aquel que les había encomendado una tarea clara y a la que no habían cumplido por falta de capacidad, de voluntad definida, de constancia o por inmadurez propia de la edad. Eran un grupo de estudiantes prometedores. Tenían ciertas posibilidades de graduarse y hacer carrera en la especialidad que los había convocado en aquel recinto. Sin embargo, reconocían que no estaban listos. Les faltaba aprender más, pero también les faltaba aún, aprender a estar a la altura de las exigencias. Esto quedó demostrado el día que el profesor impartió una serie de requerimientos a los que sólo unos pocos respondieron satisfactoriamente. Entonces los muchachos resolvieron que la única alternativa viable era la de ir de frente y reconocer ante el profesor su propia insolvencia para la ocasión.
Sabían, por referencias, del carácter justo, exigente, severo del hombre, pero esperaban despertar en él su costado comprensivo y magnánimo.
No resultó.
El profesor los sentenció de manera implacable. No tenían forma de defenderse ya que se reconocían inmerecedores de mejor suerte. Habían recibido la oferta generosa del profesor en aquella tarea en la que habían defraudado.
Descubrieron desde ese día que el profesor los apreciaba realmente mucho, que esperaba mucho de ellos, que había invertido en todo el grupo mucha de su capacidad y su esfuerzo para lograr que todos llegaran ser profesionales cabales. Sin embargo, desde ese día, sólo se dedicó a un selecto número de estudiantes. Aquellos que habían cumplido con él. Aquellos que respondieron favorablemente a sus requisitos. Para los que no lo hicieron así, sólo quedó la tensa espera hasta el momento inapelable de la graduación de otros y la reprobación propia.
Desde ese día el profesor sabio, reconocido, magnífico, fue sólo el maestro y mentor de unos pocos. De aquellos que supieron y quisieron avanzar según sus reglas. Los que no comprendieron a tiempo, los que no estaban preparados para asumir su posición, los que no se acomodaron a las maneras de aquel gran docente, pasaron a ser espectadores sin la menor posibilidad de alcanzar las recompensas de los primeros.

Así era Dios cuando lo conocí. O así, al menos, me lo presentaron.
Por mucho tiempo creí en él y le agradecía la posibilidad que me brindaba de estar en su grupito selecto.
Gracias a Dios abandoné las huestes de aquel profesor magnífico e implacable.
Salí del grupito y abandoné el aula.
Pero sigo creyendo en Dios y buscándolo con los estudiantes modelo y los réprobos, entre las clases y las amonestaciones. Sin cumplir por culpa o miedo, tratando de ser humano cabal, y no pensando en la nota o en la fiesta de graduación.
Pero sigo en la escuela. Quiero aprender.

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