sábado, 30 de mayo de 2009

citas de don José (no es San Martín)

En los últimos días anduve releyendo un librito de José Miguez Bonino. Librito chiquito, al que le tengo un gran afecto, pero que desde hace un buen tiempo le andaba siguiendo el rastro y recién ahora lo pude volver a conseguir. Repasar sus páginas me hizo volver en el tiempo a mi despertar (hace algunos años ya) a diversas cuestiones acerca de Dios y la vida de compromiso con Jesucristo, que me impactaron en aquel momento y me hicieron descubrir aspectos hasta el momento velados para mí.
Comparto aquí, algunas citas de “Espacio para ser hombres”, de José Míguez Bonino.

El Dios verdadero no es “el que está solo”. Por el contrario, es quien invita al hombre a estar con él. Es un Dios que se ocupa de los demás, del mundo y del hombre más que de sí mismo. Esto es sumamente sugestivo porque habitualmente pensamos en un Dios que está allá, distante, aguardando que los hombres piensen en él, se ocupen de él, traten de agradarle o satisfacerle. El Dios de la Biblia, en cambio, está constantemente ocupado en el mundo, en su curso, en la creación de la vida y en su plenitud, en la justicia y la verdad entre los hombres. Cuando le habla al hombre –como ocurre frecuentemente en la Biblia– no es para hablar de sí mismo sino de su propósito y su deseo para el mundo, para los hombres. No hay en la Biblia discusiones de la naturaleza o el ser de Dios. El tema de la conversación de Dios con el hombre es el hombre mismo. Quien no se interesa en éste, no tiene de qué hablar con Dios. Porque Dios está totalmente concentrado en su proyecto para el mundo, e invita a los hombres a pensar en este proyecto, a tomarlo en serio, a comprometerse con él para realizarlo. Este es el comienzo de la fe.

Cuando Dios hace el mundo y al hombre no se trata de una emanación de lo divino; no son ‘un pedazo de Dios’. Dios crea algo que es ‘otro’ que él, distinto, autónomo. Es, en cierto modo, una limitación de sí mismo, paralela de alguna manera a la de tener un hijo. Aparece así una voluntad y una libertad que no están sometidas a nuestro arbitrio, que sólo podemos guiar en encuentro, diálogo, persuasión. Dios quiso un hombre que no fuera parte de sí mismo sino un otro. Y para ello dio espacio al hombre. El mundo es el espacio dado al hombre para ser él mismo. Dios responderá a su llamado, participará en sus luchas, sufrirá con él y se gozará con él. Pero no invadirá su espacio, no lo transformará en cosa que se maneja. Este es el centro mismo de la fe cristiana. Jesucristo no vino a sustituir a los hombres sino a abrir el camino para que estos pudieran realizar su tarea humana. Cuando decimos que Dios es todopoderoso no queremos decir que sustituya al hombre, que impida por decreto la existencia del mal, sino que se reserva la libertad de no permitir abortar definitivamente su propósito, sino que tiene la capacidad y la paciencia para continuar y llevar a cabo su proyecto –que es nuestro bien– a través de todas las frustraciones y de todos los sufrimientos de la historia. Un teólogo latinoamericano ha dicho que el Evangelio puede traducirse en una afirmación: “ningún amor se pierde sobre esta tierra”. Esa es la única garantía. Por eso Dios es todopoderoso.

Entrar en sociedad con el Dios verdadero es arriesgarse en una costosa aventura. Es correr los riesgos que él corre, hasta la muerte. Es aceptar el proyecto de no vivir simplemente solo, para si, sino trasformar el mundo por el amor y el fuego. Y ello envuelve muchas veces el sacrificio de la propia comodidad, seguridad, autoestimación, status e imagen. Incluso el reconocimiento de las propias falencias, debilidades y claudicaciones. No es extraño que nos repleguemos ante ese reclamo, y tratemos de salvar ‘lo nuestro’. A veces lo hacemos –los cristianos– desfigurando a Dios para que no exija tanto sino que nos justifique en nuestro egoísmo. A veces lo hacemos –como ateos– negando a ese Dios que nos invita. Decimos, “no hay Dios” y nos sacamos el problema de encima. Por supuesto, es un engaño. Es como si me convenciera de que, al negar que haya alguien ante quien soy responsable –mi familia, la sociedad, la ley– realmente no fuera responsable ante nadie. Muy pronto la realidad me arrancará de esa fantasía. Hay un ateísmo del que todos tenemos un poco: excluir a Dios para evitarme el compromiso. Matar a Dios para poder desentenderme del prójimo. O para no dar a esa responsabilidad todo su peso y valor. Y luego utilizamos toda clase de argumentos filosóficos para apuntalar nuestro rechazo.

Habrá un par de entregas más, o si no, no te vas a arrepentir de conseguirte una copia de este librito, aunque no será tarea sencilla…

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