viernes, 16 de julio de 2010

de las marchas de los evangélicos

Hace un tiempo atrás el gobierno argentino entró en conflicto con un sector social al que, desde los medios de comunicación, se denominó “el campo” (generalización bastante desatinada –por cierto–). En esa ocasión, ante una subida descomunal del precio de la soja (principal producción de la agricultura argentina), el poder ejecutivo promovió algunas medidas tendientes a asir para el Estado una buena parte de esa “renta extraordinaria” (medida que en un país democrático no suena, en principio, desatinada). Las reacciones no se hicieron esperar y una importante movilización de varios meses de duración el sector movilizado hizo retroceder las pretensiones presidenciales.
En aquellos momentos me animé a opinar, ante amigos y conocidos, que resultaba inusitada la persistencia y vehemencia de los manifestantes, de los sectores (supuestamente) ruralistas. Y mi semblanteo me llevaba a inducir que la gran mayoría de esa gente iba a permanecer movilizada y se iba a esforzar por estos reclamos dado que eran personas que finalmente, tras laaaaargos años de actividad particular, por fin habían encontrado un motivo de lucha social. Una razón para sacar la nariz de su propio libreto y dedicarse a una causa en la que otros también participaban. Cientos de miles de argentinos descubriendo el poder y el valor de la propia movilización. Encontrando el gustito de poner el cuerpo, de ganar la calle, y sentirse parte de decisiones importantes, propulsores de cambios, motivo de decisiones de los gobernantes. Por fin salieron de su quietismo y descubrieron una nueva participación social. Por fin se sintieron sociedad y descubrieron que la política no tenía que ver sólo con escuchar a los oradores mediáticos y emitir un voto cada tanto. Experimentaron en su piel la sensación de enarbolarse tras una causa de muchos y defenderla con el CUERPO.
Me animo a sospechar que algo bastante parecido es lo que ocurrió durante estas últimas semanas con la ley de matrimonio igualitario (ley que posibilita el matrimonio entre personas del mismo sexo). En numerosas ciudades de Argentina miles de creyentes evangélicos (movilizados por la iglesia Católica) ganaron las calles para manifestar su disconformidad con la sanción que, finalmente, tuvo lugar el pasado jueves 15 de julio.
No cuestiono el derecho ni la ocasión de los evangélicos para movilizarse y descubrir su capacidad de ejercicio político y social público y masivo. Ha sido este un ejercicio de autoreconocimiento y de evaluación del poder de convocatoria, de influencia y de valor.
Pero en estas líneas pretendo (tal vez inocentemente) augurar una mayor participación evangélica en innumerables cuestiones que hacen a la vida pública de los argentinos y en las que, históricamente, la iglesia a la que pertenezco, ha permanecido ausente. Sin menospreciar la importancia que este tema puede tener para la vida de la sociedad argentina creo que hay temas mucho más relevantes, cuestiones mucho más medulares a nuestra fe, a las cuales dedicar el esfuerzo. No tengo memoria de la movilización de los evangélicos por temas como la pobreza, la proliferación de chicos de la calle, el aumento e institucionalización de la corrupción, la dilación y distorsión de la justicia, la explotación indiscriminada de los recursos naturales, los sistemas represivos sociales y policiales, la condición de los ancianos, y muchos... muchísimos más.
¿Habrá que esperar que la iglesia católica se vuelva a sentir afectada en sus intereses para que los evangélicos se movilicen interna y externamente? ¿Será necesario que el prelado de Argentina se enfrente al poder político gobernante para que los evangélicos vuelvan a descubrir la relación entre las leyes y su responsabilidad social y espiritual? ¿Será posible que esta circunstancia sirva para crecer, madurar, y asumir responsabilidades delegadas, olvidadas o ignoradas hasta el momento, para dedicarnos a cuestiones nacionales que nos reclaman y en las que los creyentes en el Dios de la Biblia deberían tener mucho más por decir y hacer?

martes, 6 de julio de 2010

o porque sí

No sé por qué. Porque me gustó y me movió algo. Porque me encontró y me acomodó en algún punto, o en algún lugar. Porque pensé en muchos amigos que lo pueden disfrutar o sufrir tanto como yo. Por muchos motivos o por ninguno, o porque sí. Geniales líneas de Horacio Salas.

INVENTARIO DE MIS DÍAS

Como no sé vivir
y ya no encuentro
cómodo
llorar cada mañana,
como no sé vivir —insisto—
mientras vivo y desvivo
levanto el inventario de mis días.
Me palpo, me recorro,
con cualquier cosa compruebo mi existencia,
por medio de una voz,
de una sonrisa

o de cualquier mujer,
sé que estoy vivo.
Antes de despedir la madrugada
busco, revuelvo entre los trastos viejos,
y encuentro una palab
ra,
la desarmo,
le abro su panza de aserrín,
vuelvo a coserla igual que un minucioso cirujano
y escribo mi poesía.
Dando vueltas junto a los minuteros
tropiezo con el mismo ángulo recto
que invade a la mañana la oficina.
Prolijamente saludo a los relojes,

me anticipo a los pájaros ficticios,
digo que sí y que no con la cabeza.
Alargo inútilmente la memoria,
busco números claves con anteojos,
recorro con los dedos el lomo de la tarde,

giro sobre un sillón de cuero con sordina,
sumo porcientos grises, cifras azules y columnas rojas,
escribo sobre libros tremebundos,
pronuncio la palabra bibliorato
ochenta y cuatro veces por minuto;
comento un accidente, un crimen, media guerra,
y elogio los dobleces de algún sueño
para arrugarlo luego.

Enarbolo la pipa sobre el labio,
vuelvo a decir que sí de mala gana,
me angustio, resoplo, dramatizo,
a veces nombro a Sartre, a Dios, a Sanfilippo.
Huyo de mí,
me ignoro,
no me quiero.
Después, cuando el cansancio

comienza a recorrerme por la espalda,
saco de los bolsillos mi amor doblado en cuatro,
lo ejerzo tenazmente
y luego con vergüenza lo describo
o tan sólo amontono palabras y las tiro.
Antes de cada noche me apuntalo,
me miro en los espejos,
aliso mi soledad contra la almohada.

Sin que nadie me invite
me meto entre los sueños
o crezco con furia en otros muslos.

A veces también duermo.
O desvarío ante una biblioteca,
ante un poema de Eluard,
ante un Chagall plagiado,

o ante un tango.
Otras veces me siento a la orilla de mis ojos
y me miro asombrado y con espanto.
Me olvidaba,
a veces, también como.
En días de nostalgia
prefiero recordarme
o inventarle memorias a la tarde.

De vez en cuando vuelvo a leer a Borges.
Con la paciencia repito al acostarme
la delantera de Boca en el cincuenta
o escucho a Gardel contra el silencio.
Me desbordo de amigos casi siempre:
ya tengo tantos que nunca alcanza el tiempo
a descifrar sus nombres.
Cuando me quedo solo de espaldas a la noche

enumero los días transcurridos,
vuelvo a la infancia, al olor de los juegos,
converso con mi madre;
Los domingos mi padre sabe todas las respuestas
y todas las historias de aventuras.
Cuando se acaba el juego
evoco a algunos muertos,
voy al cine,

me reflejo en mis ojos preferidos,
aprendo los artículos del Código,
pienso en mi propia muerte
y mientras tanto crezco.

Como no sé vivir,
como no aprendo,
como no me interesan los deberes

ni tampoco me aplico para pasar de grado,
como no sé vivir —insisto—
me conformo con tratar de cambiar,
o simplemente
con inventar la vida
cada día.


                                     Horacio Salas