miércoles, 6 de mayo de 2009

De esperanzas y quimeras

Otro poquito de estímulo para el ánimo.
Este es un texto que me eriza la piel cada vez que lo reencuentro.
No sé por qué extraño vericueto de las emociones y los significados Cortázar lee a Verne y en un momento genera estas líneas magníficas. Pero Pesoa lee a Cortázar y su interpretación de este relato me conmueve de manera diferente a mi propia lectura del mismo texto.
Y ahora aspiro –humildemente– a que esa corriente de emoción alcance a algún eventual amigo que pasó por este rincón ignoto de la red y se salpicó un poquito de la magia de Julio Verne, de Julio Cortázar, de Quique Pesoa, de los buenos deseos para mis amigos de presentes duros por motivos varios.
La calidad de la grabación es malísima. La calidad de la lectura es lo que vale la pena. Escuchate exactamente las mismas palabras pero interpretadas por el maestro Quique.
Que lo disfruten tus oídos, tus emociones, tu ánimo.


Porque El rayo verde, novela poco leída de mi maestro y tocayo, me contó a los nueve años que si mirábamos ponerse el sol en un horizonte marino, si el cielo es diáfano y si a último minuto no se cruza una vela de barco, una bandada de pájaros o una nubecita caprichosa, con el último segmento rojo hundiéndose en la línea del azul veremos surgir un instantáneo y prodigioso rayo verde.
Yo vivía muy lejos del mar, y el sol de mi infancia se ponía entre alambrados, casas de ladrillo y sauces llorones. Subido a la loza de mi casa esperé ingenuamente el milagro del rayo verde, y sólo vi flacas antenas de radio; cuando veinte años después empecé a cruzar el Atlántico y el Pacífico muchos atardeceres me vieron acechar algo que nunca se realizó aunque las condiciones parecieran impecables, y como ocurre en la mal llamada madurez perdí la fe en el rayo verde y en el visionario que me lo había descrito y de alguna manera prometido.
Ayer, desde el mirador del archiduque Luis Salvador, miré una vez más hundirse el sol en el mar. Un amigo mencionó el rayo verde, y me dolió por adelantado que los niños presentes lo esperaran con la misma ansiedad que yo lo había deseado en mi absurdo horizonte suburbano. Ahora sería peor, ahora las condiciones estaban dadas y no habría rayo verde, los padres justificarían de cualquier manera el fiasco para consolar a los pequeños; la vida –así la llaman– marcaría otro punto en su camino hacia el conformismo. Del sol quedaba un último, frágil segmento anaranjado. Lo vimos desaparecer detrás del perfecto borde del mar, envuelto en el halo que aún duraría algunos minutos. Y entonces surgió el rayo verde. No era un rayo sino un fulgor, una chispa instantánea en un punto como de fusión alquímica, de solución heracliteana de elementos. Era una chispa intensamente verde, era un rayo verde aunque no fuera en rayo, era el rayo verde, era Julio Verne murmurándome al oído: “¿Lo viste al fin, gran tonto?”
Un poeta romántico hubiera escrito esto mucho mejor, don Gaspar o Shelley. Ellos vivían en un sueño diurno, y lo realizaban en sus poemas. La flor azul de Novalis, la urna griega de John Keats, el perfil de los dioses de Holderlin. Mi rayo verde se vuelve a la nada en el mismo instante en que lo digo; pero era él, era tan verde, era por fin mi rayo verde. De alguna manera supe ayer que mucho de lo que defiendo y que otros creen quimérico está ahí en un horizonte de tiempo futuro, y que otros ojos lo verán también un día.

Julio Cortázar, "Mi rayo verde"
(fragmento; publicado en Clarín en 1979)

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