El jardín de mi casa se engalana, repentinamente, con estas florcitas (cuyo nombre desconozco por completo) para vestir la casa y arrancarla del frío de su modorra.
Hace unas cuantas semanas estoy compartiendo, en un breve espacio que tenemos en la radio local, una serie de charlas acerca de los sueños y el valor de aquellos objetivos de vida que Dios puso en nosotros y cuyo logro es de vital importancia para el progreso de la comunidad y de tremendo valor para el desarrollo de nuestras personas proyectándonos más allá de la inmediatez.
No es extravagante imaginar lo arduo que se vuelve, muchas veces, el encontrar las fuerzas para seguir adelante en medio de una realidad de “pronóstico reservado”. Cuando son escasas las señales indicando que haya otros compartiendo valores que uno pretende proponer. Es similar al esfuerzo que veo hacer a mi esposa cuando, por las tardes, le roba horas al descanso o a la intimidad familiar para ayudar con sus tareas y sus lecciones a algunos chicos que luchan con su inclusión escolar. La ingratitud, la indiferencia y hasta el desprecio suelen ser la retribución a esa entrega y dedicación. Y la tristeza no se retrasa en venir a advertirnos los sombríos futuros que estos gestos auguran. Como el otoño admite la irrevocable llegada del invierno.
Pero, unos días atrás, uno de los estudiantes del “apoyo escolar” le arrojó a mi esposa un baldazo de esperanza:
Hace unas cuantas semanas estoy compartiendo, en un breve espacio que tenemos en la radio local, una serie de charlas acerca de los sueños y el valor de aquellos objetivos de vida que Dios puso en nosotros y cuyo logro es de vital importancia para el progreso de la comunidad y de tremendo valor para el desarrollo de nuestras personas proyectándonos más allá de la inmediatez.
No es extravagante imaginar lo arduo que se vuelve, muchas veces, el encontrar las fuerzas para seguir adelante en medio de una realidad de “pronóstico reservado”. Cuando son escasas las señales indicando que haya otros compartiendo valores que uno pretende proponer. Es similar al esfuerzo que veo hacer a mi esposa cuando, por las tardes, le roba horas al descanso o a la intimidad familiar para ayudar con sus tareas y sus lecciones a algunos chicos que luchan con su inclusión escolar. La ingratitud, la indiferencia y hasta el desprecio suelen ser la retribución a esa entrega y dedicación. Y la tristeza no se retrasa en venir a advertirnos los sombríos futuros que estos gestos auguran. Como el otoño admite la irrevocable llegada del invierno.
Pero, unos días atrás, uno de los estudiantes del “apoyo escolar” le arrojó a mi esposa un baldazo de esperanza:
“Seño: yo tengo sueños. Yo quiero patinar, quiero cantar, y quiero ir a la universidad”.Eso fue todo. Pocas palabras. Pero un enorme gesto que recarga las pilas, que renueva las fuerzas, que consuela y compromete. Fue el ramillete de crisantemos (ahora me enteré del nombre) brotando en el medio del otoño. Fue la siesta recostado sobre la alfombra dorada de hojas secas. Fue el otoño aseverando que el invierno viene, pero que todavía hay sol, calor, caricia y esperanza.