lunes, 11 de mayo de 2009

De sermones domesticados a Coraje vital

En el libro de Hechos de los Apóstoles nos encontramos con un relato en el que, a lo largo de sus 28 capítulos, el bueno del Dr Lucas, intenta contar con un ritmo vertiginoso, y con recursos efectistas, lo extraordinario de los eventos en los que se vieron envueltos algunos de los protagonistas de los primeros pasos de la iglesia cristiana. Dentro de ese marco, en el capítulo 4, se nos presenta a Pedro y Juan exponiendo ante las autoridades civiles y religiosas (el poder político y el poder real) una respuesta por demás airosa ante los reclamos de explicación acerca del bien que habían realizado a un mendigo reconocido.
El discurso es impecable. La respuesta es precisa y pertinente a la requisitoria en cuestión. La acusación velada (o no tanto) pega justo donde duele. La explicación teológica y el reclamo de reconocimiento mesiánico de Jesús que los apóstoles exponen en brevísimas palabras son brillantes.
Sin embargo, la esencia del testimonio, según palabras del propio autor, no se remite al carácter de irrefutable que exhibía el sermón. Tampoco a la sobria justificación de los actos, los dichos, y la apelación final. Lo que provocó el asombro de los presentes y el subsiguiente reconocimiento de la presencia de Jesús en la vida de estos hombres fue, en aquel caso, su osadía (NVI). Si bien diferentes traducciones no coinciden en la terminología a utilizar, la expresión original hace referencia, principalmente, a la convicción, a lo extrovertido de la exposición, a la audacia y la valentía con que no sólo defienden su posición ante sus acusadores y potenciales verdugos, sino que también los acusan y los llaman al seguimiento de Jesús.
Correctamente nos preocupamos por el carácter apologético de nuestras exposiciones públicas. Sin embargo no es siempre nuestro discurso, nuestra coherencia teológica o nuestra razonable propuesta el elemento más valioso de nuestro testimonio. La valentía de quienes deberían estar a la defensiva, la impetuosidad de quienes deberían presentarse temblando de miedo y rogando el favor del poderoso, provocaron el asombro de los descolocados inquisidores, y la convicción del milagro operado no sólo en el lisiado en cuestión, sino –más aún–, en esos iletrados pueblerinos, transformados en hombres nuevos.
Tengo la sospecha de que el mensaje que transmitimos desde una iglesia aburguesada, las más de las veces evidencia más la sumisa obediencia a los valores y los poderes de turno, que al Salvador y transformador que pretenden representar los mensajes de las multitudinarias convocatorias y los verborrágicos sermones santurrones. Cada vez más las iglesias superpobladas, los estadios mega evangelizados, y los programas de alienación masiva, nos recalcan que la iglesia evangélica como la conocemos está perfectamente domesticada a los patrones, a los modelos, a los valores de esta realidad dislocada. La osadía, la rebeldía, la impetuosidad que caracterizó a aquellos que llamamos nuestros “padres”, es para nosotros hoy, una materia pendiente.
Una reflexión rápida y a bocajarro: ¡Menos discurso funcional al sistema y más vida!

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