jueves, 26 de febrero de 2009

sospechando sierras


Una de las fascinaciones de chico que me sobreviven hasta estos días es ir descubriendo el paisaje tandilense a medida que el auto se va arrimando al valle. Tandil es una zona serrana. La ciudad de Tandil es un valle rodeado por las sierras más antiguas del mundo (así dicen los que saben). Cuando yo era chico vivíamos en las proximidades de Buenos Aires y viajar a Tandil con toda la familia, para las vacaciones, era una aventura acostumbrada. Una vez que pasábamos la ciudad de Rauch, uno de los juegos que practicábamos con mis hermanos era el de tratar de ser el primero en descubrir la silueta de alguna sierra que, tenuemente, se dibujaba en el horizonte. Mirando con atención hacia la vastedad del paisaje, por ahí descubrías alguna curvita que se empezaba a insinuar y a elevarse sobre los campos a medida que el auto en el que viajábamos avanzaba. Pero en más de una ocasión decepcionábamos a comprobar que lo que en principio habíamos creído una sierra tras poco andar se nos mostraba como un montecito de eucaliptos (por ejemplo), el que, a la distancia, se dejaba confundir con el esbozo de una sierra, pero que visto un poco más de cerca no tenía manera de enmascarar su condición. Pero sólo descubríamos esta realidad al acercarnos. De lejos había muchos posibles engaños para la vista. Especialmente alimentados por el deseo de “verlo primero”, y de llegar, por fin, a destino.

Aquí debería terminar el comentario. Todo lo que leas en las líneas siguientes solo son un intento increíblemente logrado de ser demasiado obvio y demasiado ingenuote con la aplicación que pretendo hacer.

¿Tiene que ver, esa anécdota, con lo que hoy entiendo por la vida cristina, con el compromiso de fe, con el intento sostenido de andar del lado de “buscar el Reino de Dios y su justicia”? Tiene que ver con sospechar rumbos. Saber acerca de las sierras, ser estudioso de ellas, o tener en claro las propias convicciones acerca de ellas, no es suficiente para reconocerlas en el camino. Lo único que uno puede hacer es, en base a los datos que maneja, tratar de irse aproximando, para reconocerlas al llegar, o al estar tan cerca que su naturaleza se haga evidente. Creemos que vamos en la dirección correcta. Es en parte argumento –avalado, muchas veces, por razones teóricas muy convincentes–. Es en parte convicción –avalada, muchas vece, por motivos emocionales e intuitivos de lo más valederos–. Pero también es, la más de las veces, mucho de apuesta, de juego, de arrojo más o menos rumboso. Sé que por el momento es todo intento, es búsqueda, es “ver como en un espejo”: Sospecha. Sospecha que puede ser más o menos fundada. Y que algunas veces tiene un porcentaje muy alto de probabilidad de ser cierta. Pero su esencia es pasajera, volátil, vanidad –en palabras de Eclesiastés (RV 60) –, vana ilusión (VP).

¿No hay ninguna certeza, entonces? Por supuesto que la hay. La sierra está. Allá, al final del camino, inconmovible. Más allá de mis percepciones, aciertos y errores.

Y el camino se sigue ofreciendo veraz. Mi confianza está en que cuando tanteo con la puntita del pié, o taloneo para escuchar el golpecito o simplemente sentir que la ruta está firme, allí está el camino. Si mis pies procuran mantenerse cerca de él, allí está el camino. Allí está El Camino.

lunes, 23 de febrero de 2009

ayudándonos a mirar

Hace un tiempito acepté, en parte por compromiso, un librito de lomo angosto, en carácter de préstamo. Su propietaria consideró pertinente hacérmelo llegar ya que me había escuchado hablar acerca de una mirada no tradicional de la parábola del hijo pródigo. Intenté leerlo pronto para devolverlo más rápido todavía. En realidad, al principio me costó su lectura, a pesar de lo breve del libro en cuestión. Y debo concluir ahora, ya terminada su lectura, que no me pareció éste un gran libro. Ni por su redacción ni por el tratamiento que hace de la cuestión. Pero me gustó. ¿Dónde radica el interés de este librito o la recomendación que pueda hacer de él? No tengo la menor idea. ¿Puedo dar esa respuesta? ¿Corresponde? En realidad el librito me gustó, pero no encuentro un punto a señalar, una característica especialmente observable. Sólo me gustó.

Se trata de una introspección de un religioso que se encuentra fascinado por la pintura de Rembrandt del Regreso del Hijo Pródigo, y que a partir de él, a lo largo de su vida va resignificando aquella parábola y extrayendo enseñanzas para su vida. Es novedoso el acercamiento y también el desarrollo autoreferencial del descubrimiento de nuevas cuestiones referentes a la parábola y a la enseñanza de Dios para la vida personal del creyente desafiado por sus propios saberes y sentimientos.

La lectura de este librito me reiteró lo cansado que estoy de la monotonía y linealidad de la “literatura evangélica". Pero me despertó la atención a despertar la creatividad que con un cambio de postura nos ayuda a crecer y reconocer nuevos elementos que el acostumbramiento nos habría imposibilitado descubrir. De alguna manera estoy sospechando de mi propia mirada ¿no? Digo que, mirar las cosas desde otro lado me hace ver lo que antes no veía. ¡Vaya novedad!, me dirán. Coincido, ¡vaya novedad!

Pero lo que más me importa es poder compartir unas líneas de ese librito.

Aquí va.

A medida que pasan los años, voy viendo lo difícil, desafiante y a la vez satisfactorio que es crecer hacia esta paternidad espiritual. El cuadro de Rembrandt excluye cualquier idea que pudiera hacer pensar que esto tenga algo que ver con el poder, la influencia o el control. Una vez tuve la ilusión de que un día todos mis jefes se irían y yo podría la fin mandar. Pero ésta es la dinámica del mundo, donde el poder es lo más importante. Y resulta fácil comprobar que aquellos que durante toda su vida han intentado deshacerse de sus jefes, cuando por fin logren ocupar su puesto no serán muy diferentes a como fueron sus predecesores. La paternidad espiritual no tiene nada que ver con el poder o el control. Es una paternidad de misericordia. Y para comprenderlo en profundidad, tengo que seguir mirando cómo abraza el padre a su hijo. Continuamente me encuentro luchando para conseguir poder a pesar de mis mejores intenciones. Cuando doy algún consejo, quiero saber si se ha seguido; cuando ofrezco mi ayuda, quiero que me den las gracias; cuando presto dinero, quiero que se utilice a mi manera; cuando hago algo bien, quiero que se me recuerde. Puede que no me hagan una estatua, o una placa conmemorativa, pero vivo preocupado porque no me olviden, por permanecer en el pensamiento y en los actos de los demás.

[…]

¿Soy capaz de dar sin pedir nada a cambio, amar sin poner condiciones a mi amor? Cuando considero mi necesidad de que se me reconozca y de que se me aprecie, me doy cuenta de que tengo que librar una dura batalla. Pero también estoy convencido de que cada vez que consigo vencer esta necesidad actúo libremente, puedo confiar en que mi vida puede dar frutos del Espíritu de Dios.

¿Hay algún camino para llegar a la paternidad espiritual? ¿O estoy condenado a seguir tan atrapado en mi necesidad de encontrar un lugar en el mundo que acabaré utilizando una y otra vez la autoridad del poder en vez de la autoridad de la misericordia? ¿Acaso el sentido de la competencia me ha invadido hasta el punto que veré a mis propios hijos como a rivales? Si realmente Jesús me llama para ser misericordioso como su Padre celestial es misericordioso, y si Jesús se ofrece a sí mismo como el camino para llevar una vida misericordiosa, entonces yo no puedo seguir actuando como si la competencia fuera mi última palabra. Tengo que confiar en que soy capaz de convertirme en el padre que estoy llamado a ser.

El Regreso del Hijo Pródigo

Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt

Henri J. M. Nouwen

PPC Editorial

miércoles, 18 de febrero de 2009

Fuerza Vital


Esta señora que ven ahí es la abuela Alicia. La abuela Alicia es mi mamá y hace unas semanas atrás estuvo de cumpleaños. Los cumpleaños de la abuela Alicia son especiales porque está padeciendo una enfermedad que le afecta varias áreas de sus funciones cerebrales pero principalmente la iniciativa, un poco la movilidad, y bastante la memoria. Entonces cada año le van quedando más lejos muchos de los recuerdos más valiosos. Y junto con el progreso de su enfermedad vamos quedando lejos muchos de los momentos ‘hitos’ de la vida de nuestra familia.

Pero, bromeando y divirtiéndonos le pregunté en un momento de la reunión familiar:

- ¡71 ya! ¿Cuántos años más pensás cumplir?

- Otros 71 más ¿por qué no? –fue la respuesta inmediata.

Me emocionó la respuesta. Me emocionaron las ganas de seguir disfrutando de la vida con sus vaivenes, con las limitaciones de las que haya que hacerse cargo.

Y me pregunto: ¿de dónde viene esa fuerza vital que algunos tienen y otros, simplemente, no? Todo don perfecto viene de Dios. Esa decisión natural y espontánea de disfrutar de la vida y de aferrarse a sus ‘pasamanos’ (según diría Sui Generis), ha de ser don del Señor de la Vida ¿no?

Me acordé, y quise compartir en este espacio la composición de mi amigo Marzedito. Él es un músico que pudo dedicarse a esa actividad que ama recién en estos últimos años, ya que lo avanzado de su enfermedad lo retiró de otros ámbitos de trabajo. Y compuso este trabajo en el que junta muchas ideas de su interior y cosas leídas y oídas por ahí, pero que las hace propias, que las dice a su manera y desde su compromiso personal con esas verdades. Por ahí también pasa la intención de este espacio. Por buscar rumbos que nos ayuden a disfrutar y valorar la Vida que el Señor de la Vida nos dejó en préstamo, y por la que habremos de dar cuenta.

No le pedí permiso a Marzedito para subir este audio así que: espero que no te enojes!!!

Pueden ver una presentación suya aquí

lunes, 16 de febrero de 2009

50° aniversario de la convocatoria al Vaticano II

Hace algunas semanas se cumplieron 50 años de la convocatoria del papa Juan XXIII a lo que conocemos como el Concilio Vaticano II. Este encuentro eclesial nunca tuvo el propósito de reformar la doctrina. Buscó actualizar sus formas a una realidad muy diferente a la que la iglesia había tenido en sus orígenes. Intentaba reacomodar sus estructuras para que el contenido de su mensaje se expresara en un continente más adecuado a una realidad cambiante. Sabido es que, de todas formas, dejó la puerta abierta a una serie de cambios que se estaban incubando en el interior de la ICR, y que creyeron encontrar su momento de ver la luz. Medio siglo después, todavía no se puede reconocer el estado de salud de aquella criatura.

Todavía hoy, tras tan vasto recorrido, la iglesia católica se sigue debatiendo acerca de los alcances de aquel concilio. No sólo esto, sino que la propia dirigencia actual (léase don Benedicto XVI), intenta revertir algunos de los efectos de las ideas y formas que ese sínodo trajera a la institución.

El catolicismo oficial contiene dentro de sus filas extremos tan contradictorios como el Opus Dei y la teología de la liberación. Se las arregla para contener en su seno a figuras tan opuestas como Francisco de Asís y el Papa Borgia. Pero rechaza y excomulga a cualquiera de los miembros que pequen de exceso de vehemencia en la promoción de sus convicciones. ¿Cuál es ese tabú que no se permite tocar? La jerarquía, la estructura, el verticalismo defensor de los ámbitos de poder. Cualquiera puede disentir, argumentar, polemizar, ejercer la herejía, el pecado más atroz, el desacato y respimporoteo, hasta que su inmediato superior diga basta. Cuando esto no ocurre, la única vía que encontró la iglesia es la división. La escisión. Así sucedió con las disputas que dieron origen a las iglesias ortodoxas y a la protestante. Así sucede con las vertientes que desde la teología o la práctica eclesiástica insisten, todavía hoy, con la posibilidad de transformarle la cara a la liturgia y la espiritualidad, conforme a la intención de aquel concilio católico.

La iglesia evangélica latinoamericana (al menos su versión argentina, que es la que más conozco y sobre la que me animo a realizar algunas afirmaciones), casi por inercia, ha copiado su modelo de organización y funcionamiento del único modelo eclesial que conocía: la iglesia católica. Y en el aspecto que estamos tratando aquí, es uno de los que más imitan al sistema patrón.

Hoy vemos, entonces, un retroceso en cuanto a algunas aperturas que la iglesia católica se había permitido. Hablo desde mi prejuicio personal. Entiendo que el Vaticano se vuelca al conservadorismo al ordenar Papa a Joseph Ratzinger, y éste (ahora devenido en B XVI) señala con claridad esa tendencia al reconciliar al sector lefevrista, un grupo abiertamente inclinado al conservadorismo.

La iglesia evangélica aparenta seguir ese modelo (en general las sociedades humanas nos muestran esa tendencia, pero en este momento nos ocupa la práctica de nuestra iglesia), esto es: ante las disidencias, ante el desafío de tendencias renovadoras o revisionista de las estructuras o los fundamentos, se cierra a la posibilidad de cuestionar, de reevaluar, de considerar la posibilidad de cambio. Esto se traduce en un vuelco al conservadorismo y un elegante portazo a el o los reformistas.

¿Es esto inevitable? ¿Es esto saludable? ¿Esta bien que nos resulte natural y hasta loable que los promotores de cambios sean vistos como sospechosos? En una institución orientada de lleno al servicio (como entiendo que la iglesia debe ser) ¿no debería provocarnos algún tipo de reproche repetir los patrones de conducta de instituciones cuya prioridad es la propia preservación?

miércoles, 4 de febrero de 2009

Provocaciones

Si se me permite, insistiré en robarme ideas provocadoras de mi propia reflexión en primer lugar, y de las demás también, en la medida que quieran compartir este tramo de vereda, este recorrido circunstancial de una dirección que vamos sospechando pueda arrimarnos a destinos rumbosos.
Rubem Alves es un teólogo y siconoalista -aunque este último dato resulta irrelevante- brasileño contemporáneo.
Confieso que no recuerdo de dónde obtuve esta cita, así que pido disculpas por ello.

Dios es como un pájaro encantado que nunca se ve. Sólo se oye su canto… Dios es una sospecha de nuestro corazón de que el universo tiene un corazón que late con el nuestro. Sospecha… ninguna certeza. Huyan de los que tienen certezas. Miren bien: ellos traen jaulas en sus manos. Los pájaros que tienen presos en sus jaulas son pájaros embalsamados. Ídolos.

Rubem Alves

martes, 3 de febrero de 2009

Más preguntas preguntonas

Durante los últimos días tuve la alegría de disfrutar un campamento (cortito, por cierto) con un grupito de unos 30 jóvenes/adolescentes de una iglesia de Tandil. Las vivencias de esa actividad fueron muy lindas. Pero ahora, a la vuelta, me quedo pensando en un par de detalles que me sirven para proyectarlo a un nivel un poquito mayor. Pero son sólo eso, ideas y proyecciones antojadizas.

Este tipo de actividades (campamentos, retiros, etc) tienen la intención (a veces explícita, otras veces velada, muchas veces inconciente –en el sentido que ni los propios organizadores lo tienen presente–) de unir a los grupos, de proporcionar nuevos vínculos, de generar nuevas o mayores pertenencias. Son actividades muy valiosas y útiles para los grupos.

Ahora, si se me permite, voy más allá de la experiencia puntual, a generalizar un poco, para después volver con una aplicación más inmediata.

Sin ser sociólogo o antropólogo me animo a decir que una actividad de este tipo requiere una explicitación de sus propósitos y una direccionalidad a la hora de promover y defender la búsqueda de esos objetivos. Porque nos reunimos para fomentar algunas cosas dentro del grupo (ya no hablo de mi caso, sino de los grupos en general), para promover valores como la integración, la cooperación, el conocimiento mutuo y la solidaridad en base a necesidades y posibilidades dispares, pero si no lo provocamos de manera más o menos evidente lo que se logra es lo opuesto. Los grupos o subgrupitos se fortalecen y resaltan sus distancias con los demás; los menos favorecidos dentro del colectivo sienten cómo se magnifica esa condición; los más fuertes disfrutan de ejercer su fuerza “contenidos, avalados, resguardados”, por el contexto del grupo (el fuerte puede ser abusivo, injusto, salvaje sin que haya posibilidad de ser demandado penalmente, por ejemplo).

Digo todo esto porque lo miro tratando de aplicarlo a uno de los ámbitos que me preocupan, esto es la iglesia evangélica. ¿Cuáles son los propósitos reales de las actividades que nos convocan? Cuando digo reales no quiero decir que los propósitos que se enuncian son mentiras, pero si no hay un sustento en la promoción de tales enunciados, los motivos reales pasan a ser aquellos que efectivamente se consiguen. Entonces nos juntamos y acabamos abonando las diferencias; reconociendo el poder de los más fuertes o los más influyentes; instalando un mecanismo de legitimación para los dichos y los hechos (“sólo se respeta la opinión de aquel que… ); se provee de herramientas que defiendan el statu quo del grupo.

Obviamente no estoy descubriendo nada. Simplemente sugiero que podemos mirar un campamento de jóvenes, un retiro de iglesia o un culto regular de la congregación y observar si no estamos repitiendo estas cuestiones. Y, entonces, una vez más me pregunto: ¿Cuáles son los valores que estamos queriendo promover con estas actividades? ¿Será necesario multiplicar hasta desangrarnos los esfuerzos para que los “métodos santificados” cumplan con los objetivos que les queremos imponer? ¿Cuándo podemos empezar a cuestionar las estructuras que no sirven al Reino de Dios y su justicia? ¿Podremos crear nuevas herramientas que nos ayuden a vivir el evangelio en nuestra realidad, o, al menos, desechar aquellas que sólo prolongan lo que no queremos?

Tal vez podríamos intentar releer el capítulo 3 de Filipenses teniendo en cuenta esto. El apóstol llama basura (o algo más fuerte) a lo que había sido una herramienta santificada en otros tiempos. ¿Por qué? Porque el propósito no es venerar la herramienta sino hacerme del instrumento útil para ganar a Cristo y encontrarme unido a él. ¿Están nuestras iglesias dispuestas a perder TODO a fin de conocer a Cristo, experimentar el poder que se manifestó en su resurrección, participar en sus sufrimientos y llegar a ser semejante a él en su muerte? ¿O seguiremos funcionando según los parámetros lógicos y esperables de cualquier otro grupo humano?

Por lo pronto a mí mismo me cuesta mucho hacer algo de esto en el grupo del que formo parte, y en mi propia práctica.

Pero creo que la pregunta, de todas formas, vale. Sospecho que vale seguir ejerciendo la sospecha.