lunes, 30 de noviembre de 2009

del Revolucionario puro y sin mácula

Hace un tiempo citaba una frase de Peter Townshend atribuyéndole al rock cualidades que, a mi entender, deberían ser características de la fe cristiana. Pretendo continuar acumulando cuestiones que no está mal reconocerlas en otros ámbitos, pero que evidencian que en algún momento de su recorrido el cristianismo dejó caer y perder elementos que le deberían ser propios. No hay inconveniente alguno en asociar estas cuestiones a otros ámbitos, el problema es que NO los asociemos a quien debería enarbolarlos como parte de su centro mismo, de su perfil más esencial.
Rescato, así, esta carta breve, emotiva, y riquísima del Che Guevara a sus hijos. En ella señala a un aspecto principal como la “cualidad más linda de un revolucionario”. Sería deseable que muchos, a leerlo, pensaran: “¡pero esa es la cualidad más linda de los cristianos!”. No ocurre de esa manera. Nadie relaciona a
un creyente evangélico, católico, protestante, como el prototipo de alguien comprometido con el dolor y el sufrimiento de los demás, con la justicia sin fronteras ni amiguismos.
Me pregunto, entonces: ¿La falta de la esencia, no nos transforma en otra cosa que, con el mismo rótulo anterior mutó a una nueva entidad? Sigo preguntándome: Más allá de la continuidad institucional, de la identidad histórica y formal, si perdemos aquello que Townshend le atribuye al rock, esto que Guevara le atribuye al revolucionario, aún así ¿seguiremos siendo iglesia?
Queridos Hildita, Aleidita, Camilo, Celia y Ernesto:
Si alguna vez tienen que leer esta carta, será porque yo no esté entre Uds.
Casi no se acordarán de mi y los más chiquitos no recordarán nada.
Su padre ha sido un hombre que actúa como piensa y, seguro, ha sido leal a sus convicciones.
Crezcan como buenos revolucionarios. Estudien mucho para poder dominar la técnica que permite dominar la naturaleza. Acuérdense que la revolución es lo importante y que cada uno de nosotros, solo, no vale nada. Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario.
Hasta siempre hijitos, espero verlos todavía.
Un beso grandote y gran abrazo de
Papá



jueves, 26 de noviembre de 2009

Sospechando paredes afuera

en el blog de Junior Zapata encontré esta idea tirada como al voleo, y que me cayó más que bien. La comparto aquí, con quienes gusten leerla, o pueden, también, ver la versión original en este enlace.
A cargo de la Iglesia o a cargo del mundo
El otro día estaba predicando y se me salió un concepto que no había pensado antes.
Los cristianos estamos bien metidos en la Iglesia como que sólo ahí deberíamos estar, queremos atender la Iglesia. Queremos “edificarla”. La cosa es que Jesús dijo que El es quién edifica la Iglesia, que El es la cabeza de la Iglesia.
Nosotros, como cristianos hemos abandonado el mundo apartándonos por completo de la sociedad y la cultura que necesita “luz” y las hemos dejado en oscuridad porque toda la luz está adentro del “ghetto” cristiano.
Jesús, cuando se marchó, nos dejó “encarg
ado” el mundo; nos lo dejó a nosotros, no nos dejó a cargo de la Iglesia.
Pero hoy hemos revertido los papeles. Queremos hacernos cargo de la Iglesia y le hemos dejado el mundo a Jesús.
La Iglesia es la novia de Cristo, no se qué hacemos nosotros bailando tanto con ella! El mundo es nuestro, se nos dejó para visitarlo TODO y predicar el Evangelio. TODOS los cristianos deberíamos predicar (y no estoy hablando de pararse atrás de un púlpito a dar un discurso) con nuestras vidas día a día abordando el mundo que se nos dejó!

Creo que debemos de dejar que Jesús edifique la Iglesia y tomar nuestro lugar en el mundo siendo luz, siendo una ciudad encendida en un monte en una noche oscura.
Yo, yo ya no quiero brillar adentro, quiero brillar afuera.
“¡Señor, sácame!”
Léanme bien: NO ESTOY EN CONTRA DE LA IGLESIA, pero si estoy en contra de que vivamos sólo en, para y por la Iglesia. . . . . ¿y el mundo?

lunes, 23 de noviembre de 2009

Qué tristeza.

En la página de la Fraternidad Teológica Latinoamiericana me entero de una noticia que me pega, que golpea. Por lo imprevisto y por lo dura. Es el fallecimiento de Caty Padilla. Así la conocíamos. No es este un espacio social que se dedique a estas cuestiones, pero no quería dejar de mencionar a esta mujer que enriqueció a muchos, entre los cuales, por gracia de Dios, nos encontramos Sandra y yo.
Una persona a la que quisimos muchísimo, respetamos más, y de quién aprendimos tantísimo por sus conocimientos y su ejemplo. Quién nos abrió a muchos las puertas de la “misión integral”, y nos hizo más sospechadores, y personas un poquito menos incompletas.


La Fundación Kairos difundió el siguiente comunicado
Con profundo dolor, la Fundación Kairós quiere informar a todos los amigos de la familia Padilla que el dia de hoy, 21 de noviembre del 2009, falleció Catalina Feser de Padilla.
Caty fue una madre ejemplar, una abuela cariñosa, una esposa más que idónea, y una rigurosa y fiel estudiosa y maestra de la Biblia.
Caty amaba a su familia, amaba a Dios y amaba
al pueblo de Dios. Manifestó ese amor de forma concreta y radical en un compromiso de solidaridad y generosidad hacia los más vulnerables.
Su vida y ministerio ha impactado no sólo a su familia y amigos más cercanos, sino a generaciones de pastores y siervos del pueblo de Dios en toda América Latina.
En cuanto lo arreglos para velorio y entierro se concreticen, compartiremos la información pertinente con ustedes.
Desde aquí sale un abrazo, y se quedan una gran pena y un enorme recuerdo

Sutilezas del Gabriel

Doce cuentos peregrinos
Gabriel García Márquez


Soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hacía más tiempo. Al final de la ceremonia, cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. “Eres el único que no puede irse”, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos.

Fragmento del Prólogo: “Por qué doce, por qué cuentos y por qué peregrinos”

Devolviendo Gentilezas

No soy muy asiduo a este intercambio de reconocimientos subjetivos. Suele ser un ícono que no tiene otro valor que el que uno mismo le de. Es el reconocimiento por parte de alguien que yo puedo amar o despreciar, y es esa actitud mía la que vuelve valiosa o baladí la estampa en cuestión. Finalmente es un premio que me doy a mi mismo ¿no?
Esta entrada, entonces, tiene que ver con ambas cuestiones. Por un lado tengo que agradecer a Ulises este regalito. Decidí sacar del fondo de un cajón, otro de estos regalitos que Ruth me había hecho hace un tiempo.
Estos son los "premios" que, de parte de ellos, recibí y agradezco.














Y, humildemente, me gustaría agasajar con este presente a ellos y a Safiro. Tres bogs que difieren de la temática y las características de éste, pero que constantemente visito y recomiendo.
Vaya entonces el premio del afecto a:
Ulises: Apocrifasia
Ruth: Éxodo: la llamada del desierto
Safiro: Safiro en Septiembre

Finalmente, ya que don Jorge Luis se hizo presente mediante los oficios del apócrifo colega, me pareció bien incluír un cuento (bastante conocido, y genial) en el que Borges adscribe a la idea que mencionaba líneas antes: el verdadero premio está en la valoración propia.

LA ROSA DE PARACELSO
De Quincey, Writings, XIII, 345

En su taller, que abarcaba las dos habitaciones del sótano. Paracelso pidió a su Dios, a su indeterminado Dios, a cualquier Dios, que le enviara un discípulo. Atardecía. El escaso fuego de la chimenea arrojaba sombras irregulares. Levantarse para encender la lámpara de hierro era demasiado trabajo. Paracelso, distraído por la fatiga, olvidó su plegaria. La noche había borrado los polvorientos alambiques y el atanor cuando golpearon la puerta. El hombre, soñoliento, se levantó, ascendió la breve escalera de caracol y abrió una de las hojas. Entró un desconocido. También estaba muy cansado. Paracelso le indicó un banco; el otro se sentó y esperó. Durante un tiempo no cambiaron una palabra.
El maestro fue el primero que habló.
-Recuerdo caras del Occidente y caras del Oriente -dijo no sin cierta pompa-. No recuerdo la tuya. ¿Quién eres y qué deseas de mí?
-Mi nombre es lo de menos -replicó el otro-. Tres días y tres noches he caminado para entrar en tu casa. Quiero ser tu discípulo. Te traigo todos mis haberes.
Sacó un talego y lo volcó sobre la mesa. Las monedas eran muchas y de oro. Lo hizo con la mano derecha. Paracelso le había dado la espalda para encender la lámpara. Cuando se dio vuelta advirtió que la mano izquierda sostenía una rosa. La rosa lo inquietó.
Se recostó, juntó la punta de los dedos y dijo:
-Me crees capaz de elaborar la piedra que trueca todos los elementos en oro y me ofreces oro. No es oro lo que busco, y si el oro te importa, no serás nunca mi discípulo.
-El oro no me importa -respondió el otro-. Estas monedas no son más que una parte de mi voluntad de trabajo. Quiero que me enseñes el Arte. Quiero recorrer a tu lado el camino que conduce a la Piedra.
Paracelso dijo con lentitud:
-El camino es la Piedra. El punto de partida es la Piedra. Si no entiendes estas palabras, no has empezado aún a entender. Cada paso que darás es la meta.
El otro lo miró con recelo. Dijo con voz distinta:
-Pero, ¿hay una meta?
Paracelso se rió.
-Mis detractores, que no son menos numerosos que estúpidos, dicen que no y me llaman un impostor. No les doy la razón, pero no es imposible que sea un iluso. Sé que "hay" un Camino.
Hubo un silencio, y dijo el otro:
-Estoy listo a recorrerlo contigo, aunque debamos caminar muchos años. Déjame cruzar el desierto. Déjame divisar siquiera de lejos la tierra prometida, aunque los astros no me dejen pisarla. Quiero una prueba antes de emprender el camino.
-¿Cuándo? -dijo con inquietud Paracelso.
-Ahora mismo -dijo con brusca decisión el discípulo.
Habían empezado hablando en latín; ahora, en alemán.
El muchacho elevó en el aire la rosa.
-Es fama -dijo- que puedes quemar una rosa y hacerla resurgir de la ceniza, por obra de tu arte. Déjame ser testigo de ese prodigio. Eso te pido, y te daré después mi vida entera.
-Eres muy crédulo -dijo el maestro- No he menester de la credulidad; exijo la fe.
El otro insistió.
-Precisamente porque no soy crédulo quiero ver con mis ojos la aniquilación y la resurrección de la rosa.
Paracelso la había tomado, y al hablar jugaba con ella.
-Eres crédulo -dijo-. ¿Dices que soy capaz de destruirla?
-Nadie es incapaz de destruirla -dijo el discípulo.
-Estás equivocado. ¿Crees, por ventura, que algo puede ser devuelto a la nada?
Crees que el primer Adán en el Paraíso pudo haber destruido una sola flor o una brizna de hierba?
-No estamos en el Paraíso -dijo tercamente el muchacho-; aquí, bajo la luna, todo es mortal.
Paracelso se había puesto en pie.
-¿En qué otro sitio estamos? ¿Crees que la divinidad puede crear un sitio que no sea el Paraíso? ¿Crees que la Caída es otra cosa que ignorar que estamos en el Paraíso?
-Una rosa puede quemarse -dijo con desafío el discípulo.
-Aún queda fuego en la chimenea -dijo Paracelso-. Si arrojaras esta rosa a las brasas, creerías que ha sido consumida y que la ceniza es verdadera. Te digo que la rosa es eterna y que sólo su apariencia puede cambiar. Me bastaría una palabra para que la vieras de nuevo.
-¿Una palabra? -dijo con extrañeza el discípulo-. El atanor está apagado y están llenos de polvo los alambiques. ¿Qué harías para que resurgiera?
Paracelso le miró con tristeza.
-El atanor está apagado -repitió-- y están llenos de polvo los alambiques. En este tramo de mi larga jornada uso de otros instrumentos.
-No me atrevo a preguntar cuáles son -dijo el otro con astucia o con humildad.
-Hablo del que usó la divinidad para crear los cielos y la tierra y el invisible Paraíso en que estamos, y que el pecado original nos oculta. Hablo de la Palabra que nos enseña la ciencia de la Cábala.
El discípulo dijo con frialdad:
-Te pido la merced de mostrarme la desaparición y aparición de la rosa.
No me importa que operes con alquitaras o con el Verbo.
Paracelso reflexionó. Al cabo, dijo:
-Si yo lo hiciera, dirías que se trata de una apariencia impuesta por la magia de tus ojos. El prodigio no te daría la fe que buscas: Deja, pues, la rosa.
El joven lo miró, siempre receloso. El maestro alzó la voz y le dijo:
-Además, ¿quién eres tú para entrar en la casa de un maestro y exigirle un prodigio? ¿Qué has hecho para merecer semejante don?
El otro replicó, tembloroso:
-Ya sé que no he hecho nada. Te pido en nombre de los muchos años que estudiaré a tu sombra que me dejes ver la ceniza y después la rosa. No te pediré nada más. Creeré en el testimonio de mis ojos.
Tomó con brusquedad la rosa encarnada que Paracelso había dejado sobre el pupitre y la arrojó a las llamas. El color se perdió y sólo quedó un poco de ceniza. Durante un instante infinito esperó las palabras y el milagro.
Paracelso no se había inmutado. Dijo con curiosa llaneza:
-Todos los médicos y todos los boticarios de Basilea afirman que soy un embaucador. Quizá están en lo cierto. Ahí está la ceniza que fue la rosa y que no lo será.
El muchacho sintió vergüenza. Paracelso era un charlatán o un mero visionario y él, un intruso, había franqueado su puerta y lo obligaba ahora a confesar que sus famosas artes mágicas eran vanas.
Se arrodilló, y le dijo:
-He obrado imperdonablemente. Me ha faltado la fe, que el Señor exigía de los creyentes. Deja que siga viendo la ceniza. Volveré cuando sea más fuerte y seré tu discípulo, y al cabo del Camino veré la rosa.
Hablaba con genuina pasión, pero esa pasión era la piedad que le inspiraba el viejo maestro, tan venerado, tan agredido, tan insigne y por ende tan hueco. ¿Quién era él, Johannes Grisebach, para descubrir con mano sacrílega que detrás de la máscara no había nadie?
Dejarle las monedas de oro sería una limosna. Las retornó al salir. Paracelso lo acompañó hasta el pie de la escalera y le dijo que en esa casa siempre sería bienvenido. Ambos sabían que no volverían a verse.
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Jorge Luis Borges

martes, 17 de noviembre de 2009

Jaqueca existencial

Días y días
Ricardo Gondim
Ahora mi alma se ha angustiado; y ¿qué diré: "Padre, sálvame de esta hora"? – JesuCristo.
Hay días en que las palabras no se completan, las frases acaban con reticencias y los párrafos pierden sentido. Sentimos la punta de la melancolía oprimiendo el alma. La banalidad de la vida nos arremete luego de tocar el suelo con los pies sonámbulos.
Hay días en los que vemos el amanecer por la ventana y nos asfixiamos con el abandono de tiempo. Nos cepillamos los dientes, con la repetición de un movimiento circular, la misma rutina de décadas; vestimos una camisa que aún mantiene el olor caliente de la plancha; cadenciamos los pasos y no notamos el vaivén de la marea que nos devora de a poco.

Hay días en los que asumimos nuestra invalidez. Sabemos, sin jamás admitirlo que todos los esfuerzos son inútiles, todas las lágrimas innecesarias, todas las palabras, vanas. Sólo la inercia nos impulsa adelante. Obedecemos al deber de sobrevivir sin saber por qué.
Hay días en los que asentimos y la cabeza palpita - jaqueca existencial. Nos levantamos, los postes todavía iluminan las calles, pero no los apreciamos, no son capaces de clarear nuestra alma. Todos los sonidos parecen exagerados. Todos los colores, de mal gusto. Todos los gestos, los plásticos. Hemos perdido el sabor. Nos rehusamos a la distracción. Desechar los consejos. Preferimos el silencio. Buscamos el desierto.
En esos días, recordamos el color primordial, que nos llenó de afecto; el rostro dulce, que nos eligió únicos; la cuna de madera que nos protegió de las caídas.
En esos días, estamos atentos a la inclemente cronicidad de la existencia. Intuimos que sólo los soliloquios convierten la vaga y dulce tristeza en ‘saudade’. Sólo la soledad convierte la melancolía en nostalgia. Trágicos, aprendemos nuestra impotencia. Abatidos, abandonamos los fingimientos de nuestras coreografías mal ensayadas. Sedientos, ansiamos que Alguien nos de agua viva.

Soli Deo Gloria
Texto tomado del site de Ricardo Gondim

jueves, 12 de noviembre de 2009

Teologando entre sollozos II

Llego a este momento a preguntarme, como otras muchas veces, ¿cómo se hace para hacer teología hoy, aquí? ¿Cómo es la teología desde una sala de espera de Terapia Intensiva? ¿Cómo se piensa y se vive esta realidad desde el intento de encontrarle sentido en Dios?
No es necesario tener respuesta a estos interrogantes para encontrarse enredado en la maraña de significados y respuestas fallidas y provisorias. Esa teología cotidiana llega a uno, irrumpe en uno, con o sin la anuencia del interesado. Así la teología no es tanto el resultado de la reflexión (siempre deseable y más observable) sino el debatirse, munido de esperanza y fe, con esas dudas y respuestas tentativas que nos sorprenden con la guardia baja y sin apiadarse de nuestra desprotección.
El dolor, la ausencia, el sillón vacío, no tienen respuestas satisfactorias. No hay argumento que complazca nuestra búsqueda de sentido.
Pero, al menos, como consuelo, o como desahogo, nos queda un puñado de pretendidas claridades que decantaron de aquella visita a las penumbras.
Pretendo compartir alguna de esas perlitas que, todavía frescas en mí, no vienen a ser esclarecedoras de nada sino simples remanentes que quedan en los bolsillos para compartir con aquellos que nos acompañan a seguir peleándole al desánimo.

Se nos pierden cosas y se nos van personas. Y cuesta hacernos cargo de las realidades cambiantes. Del polvo venimos y en polvo nos convertiremos, expresa la sentencia bíblica. Pero la vida es -lo sabemos, lo comprobamos- algo más que una acumulación de polvo con identidad. El polvo es todo igual, pero una vida es una cantidad de fuerzas, y voluntad, y sabidurías, y azares, y capacidades, y anhelos, confluyendo en personas (que no casualmente, en su origen significa: máscaras). La vida es lo que hacemos en ese tiempo entre polvo y otra vez polvo. En ese paréntesis, como dice Benedetti.
¿Y qué hacemos con lo que perdimos y con los que ya no están? ¿Qué pasa con todas aquellas riquezas que se arremolinaron en esa vida y no en otra? ¿Dónde quedan cuando no tienen ya expresión? ¿Se hereda, se aprende, se contiene de alguna manera? ¿Qué rol juega Dios en todo esto? Será, pues, materia pendiente el seguir dialogando con las dudas y los esbozos de certidumbre, soñando con parir algún destello que nos haga retener todo lo valioso, lo aprendible y aprehendible de aquellos que se erigieron sobre su polvorienta naturaleza y nos sembraron la memoria de haceres y quereres.
Me dicen que con el tiempo uno se acostumbra, se conforma, y empieza a retomar su vida como fue antes de la pérdida. Me horroriza la idea de considerarme capaz de semejante canallada.

Teologando entre sollozos I

Cuando, en mis años de estudiante, leí a Agustín, a Tomás, a Calvino, a Küng (entre otros varios muchos que orillan una “estética” densa, ardua), decidí que la teología no era mi ámbito. Que nunca podría ni querría dedicarme a ciclópeas tareas como aquellas a las que estos caballeros entregaron larguísimos períodos de sus mejores años. Esta dimisión anticipada me elude la responsabilidad de una renuncia obligada por falta de capacidad para la tarea, como de todas maneras hubiera ocurrido con el transcurrir del tiempo.
Leyendo a Bonhoeffer, a Rubem Alves, a Orlando Costas (entre otros muchos que le rehuyen a la teología oscurantista), comprendí, mas tarde, que la teología es una tarea irrenunciable de todo cristiano. Sin la sistematización y rigor de otros, pero no se puede ser cristiano sin el intento constante y, por momentos desesperado, de compatibilizar las situaciones circundantes y cotidianas con la realidad de un Dios trascendente, a la vez que accesible; soberano y amistoso; eterno pero que murió por el mundo.
Así me senté muchas veces a la mesa de Lutero o Barth, Anselmo o Tillich, Jerónimo o Moltmann, para intentar dialogar con ellos y aprender a ver a Dios y como Dios, un poquito más, cada vez. Aprendí a convivir con una teología sin pretensiones pero que va articulando la historia personal como una columna vertebral de sentido y aspiraciones. Esa teología cotidiana que se dispara con preguntas inmediatas, con conflictos y alegrías de a pie, con dudas existenciales de lo más complejas y de lo más triviales.
Respeto, admiro, y me siento en deuda con los teólogos que elaboraron sistemas de pensamiento que enriquecen nuestra comprensión y nuestra búsqueda. Pero sigo prefiriendo dejarme sorprender por la teología, que me agarra mal parado a la vuelta de cualquier evento, para desnudar mis debilidades conceptuales, y mi pobreza de espíritu.