En estos días se debate en el
Congreso Nacional y en el foro oficial de la Argentina de estos tiempos (la
pantalla televisiva) el tema de la despenalización y legalización del aborto.
Esta cuestión encuentra a la iglesia evangélica sumamente movilizada y activa en
la procura de ocupar espacios públicos como pocas veces. Opinamos, participamos
y hasta marchamos junto al Opus Dei y a Biondini (práctica que hubiera sido
absolutamente demonizada en nuestro medio un puñadito de años atrás). Pero mas allá
de celebrar este “repentino” deseo de movilización y participación, la
situación me generó un par de reflexiones que quiero expresar.
Luego de sendas charlas con algunos
amigos me impactó la comprobación de una nueva categoría sin rotular aún, pero
en la que entran cuestiones tales como ideología de género, aborto,
homosexualidad, matrimonio igualitario… “esos temas” –sic–. Se trata de un
colectivo de tópicos que pega a los evangélicos en un mismo lugar muy sensible
y que instintivamente se depositan en un imaginario anaquel común. Pero
obviando la liviandad que significa esa aglutinación, quisiera referirme más a
lo que esta actitud dice acerca de la iglesia antes que lo que la iglesia dice
acerca de tales cuestiones.
Algo que llama la atención es que la
identidad evangélica pareciera haber devenido en la defensa de ese espacio
conservador moralista que se opone (mas emotiva que articulada o argumentadamente)
a todo asunto que tenga que ver con cuestionar el patrón moral de occidente
durante la segunda mitad del siglo XX. Situación esta que refleja una profunda
deficiencia a nivel misionológico más que teológico, al no asumir que la
iglesia no existe como policía moral de la comunidad sino como agente de
transformación de la realidad toda, y que el interés del Señor de la iglesia no
se restringe ni refugia en la ética sexual de las personas sino que tiene una
propuesta de vida que afecta a la integralidad de la vida humana, a todos sus
ámbitos, y que la voz cristiana debe alzarse con semejante vehemencia,
responsabilidad y compromiso en propuestas que se refieran a esa totalidad de temas.
La fe cristiana se refugió mansamente en
el nicho “ámbito de fuero íntimo” al que el positivismo la relegó, y ahora, en
su rol reivindicador del modelo de la modernidad, no puede deshacerse del corsé
impuesto por aquel paradigma.
El otro peligro evidente es el de
dejarse llevar por la sensación del momento. La inmadurez en cuanto a la
participación en la arena pública fácilmente lleva a caer presa de errores e
inconsistencias. Sin embargo, mayor que los daños que se puedan ocasionar a la
causa que se pretende defender es el daño que se pueda infringir a la misma
imagen y autoimagen de la iglesia al evaluar erróneamente su condición y rol
histórico. Mi temor es que con el presente despertar de su participación social
la iglesia evangélica argentina interprete que en este momento es llamada a
intervenir en los asuntos de la vida pública de la nación. Cuando en realidad,
tal llamado, debería haber sido asumido desde hace mucho tiempo. El problema es
que no tenemos un discurso pensado y elaborado acerca de la vida en su
complejidad. Y alzamos la voz en la ilusión de un discurso espiritual, ascético
y apolítico, cuando deberíamos reconocer lo imposible e indeseable de tal
pretensión, y asumir un protagonismo político, humano y contextual. Esto
serviría, en principio, para aceptar que la presente actuación, mas allá de los
propósitos más o menos logrados, no deja de responder a una postura política
determinada ni deja de ser funcional a estructuras con intenciones claras y
definidas.
Muchos de los pastores y líderes se incomodan
cuando se señala que su participación en marchas y foros de debate es
participar en el terreno de la política. Tal vez lo que no lograron los
llamados mas piadosos, ni las opresiones más hostiles lo consiga la sanción de
una ley: que la iglesia evangélica de la argentina comience a asumir que su
participación activa en el pensamiento, el debate, la denuncia y la propuesta
en el ámbito público es un aspecto ineludible de responder al llamado de ser
sal y luz de la tierra, y a su compromiso de ser en cada contexto signo e
instrumento de salvación.