sábado, 30 de mayo de 2009

citas de don José (no es San Martín)

En los últimos días anduve releyendo un librito de José Miguez Bonino. Librito chiquito, al que le tengo un gran afecto, pero que desde hace un buen tiempo le andaba siguiendo el rastro y recién ahora lo pude volver a conseguir. Repasar sus páginas me hizo volver en el tiempo a mi despertar (hace algunos años ya) a diversas cuestiones acerca de Dios y la vida de compromiso con Jesucristo, que me impactaron en aquel momento y me hicieron descubrir aspectos hasta el momento velados para mí.
Comparto aquí, algunas citas de “Espacio para ser hombres”, de José Míguez Bonino.

El Dios verdadero no es “el que está solo”. Por el contrario, es quien invita al hombre a estar con él. Es un Dios que se ocupa de los demás, del mundo y del hombre más que de sí mismo. Esto es sumamente sugestivo porque habitualmente pensamos en un Dios que está allá, distante, aguardando que los hombres piensen en él, se ocupen de él, traten de agradarle o satisfacerle. El Dios de la Biblia, en cambio, está constantemente ocupado en el mundo, en su curso, en la creación de la vida y en su plenitud, en la justicia y la verdad entre los hombres. Cuando le habla al hombre –como ocurre frecuentemente en la Biblia– no es para hablar de sí mismo sino de su propósito y su deseo para el mundo, para los hombres. No hay en la Biblia discusiones de la naturaleza o el ser de Dios. El tema de la conversación de Dios con el hombre es el hombre mismo. Quien no se interesa en éste, no tiene de qué hablar con Dios. Porque Dios está totalmente concentrado en su proyecto para el mundo, e invita a los hombres a pensar en este proyecto, a tomarlo en serio, a comprometerse con él para realizarlo. Este es el comienzo de la fe.

Cuando Dios hace el mundo y al hombre no se trata de una emanación de lo divino; no son ‘un pedazo de Dios’. Dios crea algo que es ‘otro’ que él, distinto, autónomo. Es, en cierto modo, una limitación de sí mismo, paralela de alguna manera a la de tener un hijo. Aparece así una voluntad y una libertad que no están sometidas a nuestro arbitrio, que sólo podemos guiar en encuentro, diálogo, persuasión. Dios quiso un hombre que no fuera parte de sí mismo sino un otro. Y para ello dio espacio al hombre. El mundo es el espacio dado al hombre para ser él mismo. Dios responderá a su llamado, participará en sus luchas, sufrirá con él y se gozará con él. Pero no invadirá su espacio, no lo transformará en cosa que se maneja. Este es el centro mismo de la fe cristiana. Jesucristo no vino a sustituir a los hombres sino a abrir el camino para que estos pudieran realizar su tarea humana. Cuando decimos que Dios es todopoderoso no queremos decir que sustituya al hombre, que impida por decreto la existencia del mal, sino que se reserva la libertad de no permitir abortar definitivamente su propósito, sino que tiene la capacidad y la paciencia para continuar y llevar a cabo su proyecto –que es nuestro bien– a través de todas las frustraciones y de todos los sufrimientos de la historia. Un teólogo latinoamericano ha dicho que el Evangelio puede traducirse en una afirmación: “ningún amor se pierde sobre esta tierra”. Esa es la única garantía. Por eso Dios es todopoderoso.

Entrar en sociedad con el Dios verdadero es arriesgarse en una costosa aventura. Es correr los riesgos que él corre, hasta la muerte. Es aceptar el proyecto de no vivir simplemente solo, para si, sino trasformar el mundo por el amor y el fuego. Y ello envuelve muchas veces el sacrificio de la propia comodidad, seguridad, autoestimación, status e imagen. Incluso el reconocimiento de las propias falencias, debilidades y claudicaciones. No es extraño que nos repleguemos ante ese reclamo, y tratemos de salvar ‘lo nuestro’. A veces lo hacemos –los cristianos– desfigurando a Dios para que no exija tanto sino que nos justifique en nuestro egoísmo. A veces lo hacemos –como ateos– negando a ese Dios que nos invita. Decimos, “no hay Dios” y nos sacamos el problema de encima. Por supuesto, es un engaño. Es como si me convenciera de que, al negar que haya alguien ante quien soy responsable –mi familia, la sociedad, la ley– realmente no fuera responsable ante nadie. Muy pronto la realidad me arrancará de esa fantasía. Hay un ateísmo del que todos tenemos un poco: excluir a Dios para evitarme el compromiso. Matar a Dios para poder desentenderme del prójimo. O para no dar a esa responsabilidad todo su peso y valor. Y luego utilizamos toda clase de argumentos filosóficos para apuntalar nuestro rechazo.

Habrá un par de entregas más, o si no, no te vas a arrepentir de conseguirte una copia de este librito, aunque no será tarea sencilla…

viernes, 29 de mayo de 2009

un rostro del dios que me enseñaron

Los muchachos se acercaron al profesor afectando un tono gracioso que, por cierto, bastante poco convencía. Esperaban que el aire relajado y risueño rompiera el hielo que su irresponsabilidad había impuesto entre ellos y el catedrático. Sabían de sobra que en absoluto merecían la complacencia del aquel que les había encomendado una tarea clara y a la que no habían cumplido por falta de capacidad, de voluntad definida, de constancia o por inmadurez propia de la edad. Eran un grupo de estudiantes prometedores. Tenían ciertas posibilidades de graduarse y hacer carrera en la especialidad que los había convocado en aquel recinto. Sin embargo, reconocían que no estaban listos. Les faltaba aprender más, pero también les faltaba aún, aprender a estar a la altura de las exigencias. Esto quedó demostrado el día que el profesor impartió una serie de requerimientos a los que sólo unos pocos respondieron satisfactoriamente. Entonces los muchachos resolvieron que la única alternativa viable era la de ir de frente y reconocer ante el profesor su propia insolvencia para la ocasión.
Sabían, por referencias, del carácter justo, exigente, severo del hombre, pero esperaban despertar en él su costado comprensivo y magnánimo.
No resultó.
El profesor los sentenció de manera implacable. No tenían forma de defenderse ya que se reconocían inmerecedores de mejor suerte. Habían recibido la oferta generosa del profesor en aquella tarea en la que habían defraudado.
Descubrieron desde ese día que el profesor los apreciaba realmente mucho, que esperaba mucho de ellos, que había invertido en todo el grupo mucha de su capacidad y su esfuerzo para lograr que todos llegaran ser profesionales cabales. Sin embargo, desde ese día, sólo se dedicó a un selecto número de estudiantes. Aquellos que habían cumplido con él. Aquellos que respondieron favorablemente a sus requisitos. Para los que no lo hicieron así, sólo quedó la tensa espera hasta el momento inapelable de la graduación de otros y la reprobación propia.
Desde ese día el profesor sabio, reconocido, magnífico, fue sólo el maestro y mentor de unos pocos. De aquellos que supieron y quisieron avanzar según sus reglas. Los que no comprendieron a tiempo, los que no estaban preparados para asumir su posición, los que no se acomodaron a las maneras de aquel gran docente, pasaron a ser espectadores sin la menor posibilidad de alcanzar las recompensas de los primeros.

Así era Dios cuando lo conocí. O así, al menos, me lo presentaron.
Por mucho tiempo creí en él y le agradecía la posibilidad que me brindaba de estar en su grupito selecto.
Gracias a Dios abandoné las huestes de aquel profesor magnífico e implacable.
Salí del grupito y abandoné el aula.
Pero sigo creyendo en Dios y buscándolo con los estudiantes modelo y los réprobos, entre las clases y las amonestaciones. Sin cumplir por culpa o miedo, tratando de ser humano cabal, y no pensando en la nota o en la fiesta de graduación.
Pero sigo en la escuela. Quiero aprender.

jueves, 28 de mayo de 2009

Un textito de Rubem Alves

Este es un textito del brasileño Rubem Alves, que me resulta muy interesante para sacudir la modorra de las ideas y las creencias. La traducción es propia, así que sepan disculpar si algún fragmento resulta algo ambiguo.

Acerca de dioses y rezos.

Perdida en medio de viajeros que llenaban el aeropuerto, ella era una figura que desentonaba. La ropa larga, los pasos pesados, una bolsa de plástico colgada en una de sus manos –esas señales decían que ella ya no se vinculaba más a su condición de mujer: no se preocupaba por ser bonita. Pensé incluso que se trataba de una monja. Su comportamiento era curioso: se dirigía a las personas, hablaba por algunos momentos, y como no le prestaban atención buscaba otras con quienes hablar. Cuando vi que ella tenía una Biblia en la mano comprendí todo: ella se imaginaba poseedora de conocimientos sobre Dios que los otros no poseían y trataba de salvar sus almas.
Mi camino me obligó a pasar cerca de ella –y cuando miré su rostro de cerca me llevé un susto: lo reconocí de otros tiempos, cuando ella era una joven bonita que reía y saltaba y a la que mirábamos con mirada codiciosa.
No me resistí y la llamé en alto por su nombre. Ella se espantó, me miró con una mirada interrogativa, no me reconoció. Con razón. Los muchos años dejan sus marcas en el rostro.
– ¡Soy Rubén!
Su rostro se iluminó por el recuerdo, sonrió, y pensé que podríamos sentarnos y conversar sobre nuestras vidas. Pero su preocupación con mi alma no permitía esas pérdidas de tiempo con charlas menores. Y ella trató de verificar si mi pasaporte a la eternidad estaba en orden:
– ¿Continúas firme en la fe?
– Pero de ninguna manera. ¿Es que acaso dejaste de leer la Biblia? Porque dice que Dios es espíritu, viento impetuoso que sopla en todo lugar, el mismo viento que él sopló dentro de la gente para que respirásemos, fuésemos livianos y pudiéramos volar. Quien está en el viento no puede estar firme. Firmes son las piedras, las tortugas, las anclas. ¿Has visto a un papagayo firme? El papagayo firme es un papagayo en el suelo, no vuela. Pues yo estoy más como el buitre, allá en las alturas, flotando al sabor del imprevisible Viento Sagrado, sin firmeza alguna, rodando en largo círculos.
Ella quedó perdida, creo que nunca había oído una respuesta tan extraña, cambió de táctica e intentó tomar mi alma por otro lado, se largó a hablar de Dios, me informó que él es maravilloso etc, etc, etc, como si estuviera en el púlpito en la celebración del domingo.
Me refugié y dije:
– Creo que la que no está firme en Dios eres tú. Mira, me pasé toda la noche respirando, estoy respirando desde que recuerdo, y juro que ahora es la primera vez que pienso en el aire. No pensé ni hablé del aire porque somos buenos amigos. Él entra y sale de mi cuerpo cuando quiere, sin pedir permiso. Pero la historia sería otra si yo tuviera asma, los bronquios cerrados, el aire sin modo de entrar, o, como en aquel antiguo anuncio de jarabe Bromil, el pobre hombre sofocado por una mordaza, gritando por el aire que le faltaba. Por las dudas hasta andaría con un tanque de oxígeno en el equipaje, por cualquier emergencia.
Y continué:
– Pues Dios es como el aire. Cuando la gente está en buenas relaciones con él no es preciso hablar. Pero cuando la gente está atacada de asma, entonces es preciso andar gritando su nombre. Del modo que el asmático invoca el aire. Quien habla con Dios todo el tiempo es un asmático espiritual. Y es por eso que anda siempre con Dios embotellado en la Biblia y otros libros y cosas de función parecida. Solo que el viento no puede ser embotellado…
Ahí ella vio que mi alma estaba perdida y, como consuelo, hizo una señal de adiós y dijo que iría a orar mucho por mí. Ahí protesté, imploré que no lo hiciera. Le dije que tenía miedo de que Dios se ofendiera. Pues hay rezos y oraciones que son ofensas. Obviamente: se volvió allá, a golpear las puertas de Dios, pidiendo que él tenga lástima de alguien. Yo le asigno dos errores que, si fuesen conmigo, me enojarían mucho.
Primero, estoy diciendo que no creo en el amor de el, que deber ser medio debilucho, sin iniciativa, prejuicioso, a la espera de mi iniciativa. Si yo no doy mi empujón, Dios no se mueve. ¿Y eso no es algo que ofenda a Dios? Segundo, estoy sugiriendo que El debe andar medio olvidadizo, desmemoriado, necesitado de un secretario que le recuerde sus obligaciones. Y trato de, diariamente, presentarle su agenda de trabajo. Pero está en los salmos y en los evangelios que Dios sabe todo antes que la gente diga cualquier cosa. Ahora, si la gente se queda en sus palabrerías es porque no cree en eso. No creo en la oración en la que gente habla y Dios escucha. Creo en la oración en que la gente se queda quieta para oír la voz que se hace oír en medio del silencio.
Volví a mi amiga:
– Mira. Tuve un hijo que estudiaba lejos. Y yo lo quería. Y él me quería. De vez en cuando nos hablábamos por teléfono. Y el dinero de la mesada iba siempre, con llamada telefónica o sin llamada telefónica. Ahora imagínate: de repente comienzo a recibir llamadas telefónicas de él tres veces por día y mensajes por fax, cartas y telegramas alabando mi amor, agradeciendo mi generosidad… ¿Crees que eso me haría feliz? De ningún modo. Concluiría que mi pobre hijo habría enloquecido y estaría padeciendo un terrible miedo de que yo lo abandonase. Pues así mismo es con Dios: quien pasa el día entero detrás de él, con peroratas, es porque desconfía de él. Pero lo peor es el gusto estético que así se le imputa a Dios. Una persona que gusta de pasar el día entero oyendo a los otros repitiendo las mismas cosas, las mismas palabras, los mismos rezos, por la eternidad, no debe estar muy bien de la cabeza. Creo que el estaría más feliz si, en vez de mi charla, yo le ofreciera una sonata de Mozart o un poema de Adelia…
Pero ahí el altoparlante llamó a mi vuelo, tuve que despedirme, e imagino que ella se quedó afligida, temerosa de que Dios derribara mi avión con un rayo. Mal sabía ella que Dios ni había oído nuestra conversación pues, cansado de las cuestiones de los adultos, el huye siempre que ve dos de ellos conversando y se esconde de ellos, disfrazado de niño.

miércoles, 20 de mayo de 2009

darwinismo teológico (¿?)

Unas semanas atrás me tocó vivir una experiencia que podría definir como “intensa”. No, no fue ninguna “unción” ni cuestiones de ese talante. No cayó nada del cielo, ni se cayó nadie a ningún lado (o tal vez si, pero no físicamente).
Para describir la situación necesito mencionar algunos presupuestos. Soy pastor en una iglesia a la que asisten algunas personas con antecedentes evangélicos, y otros menos contaminados. Pues bien, en este contexto, intentamos tener una actitud colectiva, charlar las decisiones, permitirnos cuestionar las propuestas de la dirigencia (mayormente: un servidor). Por cierto que lo logramos muy pobremente. Por defectos propios (seguramente en mayor medida), por defectos de formación, o por comodidad, o por lo que fuere, resulta que lo que dice el pastor suele quedar como norma, aunque nadie esté de acuerdo. Nos cuesta entender la horizontalidad de la presencia de Dios y el sacerdocio universal de los creyentes. Todavía no llegamos a Lutero.
Dentro de ese panorama, una de las cuestiones que decidimos en nuestra congregación es la participación inclusiva de la comunión. O sea que aquí no precisás estar bautizado, ser miembro diezmador, ni cumplir con requisitos formales para participar de los símbolos de la Mesa del Señor, Santa Cena o Eucaristía. Más de una vez lo expusimos y aunque no todos están convencidos (algunos no tienen ni idea de por qué podrían estar en desacuerdo), de todas maneras cada tanto alguno pide explicaciones (y me alegra poder ofrecerlas), pero en general la concurrencia se reprime su duda o su sospecha. En otras cuestiones me alegro de los constantes logros que obtenemos juntos, pero en ese punto, al menos desde mis aspiraciones, estamos muy al inicio de un largo camino por recorrer.
El punto en cuestión es que en los días previos a la reunión en la que celebramos tal ceremonia se nos planteó la duda sobre qué hacer acerca de una pareja que estaba viniendo a las reuniones. Pareja que, más allá de sus precedentes evangélicos, no estaban viviendo muy cristianamente en muuuuuchos aspectos de sus vidas, ni demostraban interés por cambiarlo. Lo complicado era resolver ¿qué hacemos con esta buena gente? ¿Les permitimos compartir la comunión como a cualquier otro o los dejamos “stand by” hasta poder charlar mejor con ellos?
Tengo que decir que creo no abordar el tema a la ligera y que evalúo la importancia de la cuestión desde diferentes perspectivas. Pero lo notable de la anécdota es que esta situación nos llevó a comprender el carácter de nuestras decisiones. Este tipo de situaciones son las que evidencian nuestro verdadero compromiso con aquello que entendimos y reputamos como válido. ¿De qué me sirve mi inclusión si la hora de una cuestión ambigua me repliego sobre mis viejos conservadurismos? ¿Qué validez tiene esta o aquella idea si no soy capaz de sostenerla aún a pesar de mi conveniencia?
El darwinismo social ha sido una cuestión sumamente controversial (por fortuna mayormente descalificada), casi más que el darwinismo natural (que es más que la teoría de la evolución de las especies). Poco se ha dicho acerca del darwinismo teológico. Mejor dicho, nada. Primero porque en teología no se menciona a don Charles (salvo en lecciones de demonología), pero además, supongo, porque no estamos dispuesto a admitir muy vehementemente (sí se hace, pero medio de incógnito, en voz baja) que la teología que encontró desarrollo y posibilidades de supervivencia fue la que respondía a determinados intereses, era funcional a tales intereses, o contribuía a la comodidad de quienes las enunciaban o sus benefactores.
Lo admito, es una sentencia un poco apresurada. Pero ¿falta de sustento? Sí en estas líneas, no en la historia de la teología.
Quisiera ser parte de una iglesia que lucha por comprender su lugar en la comunidad donde vive, y que luche por vivir conforme a su comprensión de Dios, de su propia naturaleza, y de la comunidad, más allá de sus conveniencias particulares, o de las consecuencias pragmáticas que su praxis le implique. ¡Que Dios me ayude!
[Pido perdón por robarle la frase a don Martín L quien ante la dieta de Worms declara: "Si no se me convence mediante testimonios de la Escritura y claros argumentos de la razón - porque no le creo ni al papa ni a los concilios ya que está demostrado que a menudo han errado, contradiciéndose a si mismos - por los textos de la Sagrada Escritura que he citado, estoy sometido a mi conciencia y ligado a la palabra de Dios. Por eso no puedo ni quiero retractarme de nada, porque hacer algo en contra de la conciencia no es seguro ni saludable. ¡Dios me ayude, amén!"]

lunes, 18 de mayo de 2009

pensamientos desalineados

Hace días que no pienso en nada. No agregué nuevas entradas en este blog porque no tengo nada interesante para decir. Pero me da pena que el blog no se actualice. Entonces ¿qué hago? Agrego cualquier verdura. No, tampoco.
Hace unas semanas atrás un amigo se me enojó y días después me mandó a pasear elegantemente, porque se quejaba de que no tengo tiempo para escribirle un mail pero sí para hacer entradas en este espacio. Y mi explicación (que parece que no le resultó muy convincente) fue que para escribirle tengo que pensar qué cosas le quiero contar, en cambio el blog se hace solo, voy escribiendo las cosas que estoy pensando, o lo utilizo como medio para ayudarme a darle forma a alguna preocupación o alguna idea que anda dando vueltas por los recovecos de mis emociones o pensamientos.
Hoy me puse a escribir estas líneas, simplemente, porque me llamó la atención lo caprichoso de la dinámica de las ideas. Cómo hay momentos en los que uno tiene miles de ideas que no se terminan de acomodar porque la urgencia no te da ocasión de organizarlas. Y en otros momentos no hay juicios, no hay valoraciones, no hay golpes ni llamados de atención en la conciencia.
Pasa lo mismo que me ocurrió esta semana con una novela de Bioy Casares. Hace un par de años atrás dejé por la mitad “El seño de los héroes”, ya ni me acuerdo por qué motivos dejé inconclusa su lectura. Pero en estos días, revolviendo estantes, saqué el librito para que me acompañe en un viaje cortito, y me lo devoré. No entendía cómo podía haberlo dejado de lado en aquel momento. Cómo fue que no me atrapó entonces, como sí lo hizo ahora.
Y no lo sé.
Creo que, igual que las ideas, son ellos los que vienen a uno. Y parte de la honestidad con uno mismo es reconocer que hay momentos en que no puedo leer esto o aquello, y en que tal vez haya ideas, cuestiones, fórmulas y definiciones que me estén rondando pero que no soy conciente de ellos, o no estoy en condiciones –tal vez no lo esté nunca– de darles cabida en mi. ¿Será algo así?
A mis cuarenta años ya he reconocido muchas de las cosas que no podré alcanzar. Pero sigue habiendo tantas, todavía, por llegar a ser. ¿Tendrá uno que esforzarse más y más para llegar a eso que anhela o se tratará de esperar a que esos ideales lo alcancen a uno? ¿O cómo combinar ambas cuestiones?
Esto que no alcanza a ser ni siquiera un pensamiento que se precie, me deja a las puertas de una reflexión. Sólo que esa reflexión no aparece. Se me cruzan algunas cuestiones más o menos pertinentes, pero que no alcanzan a validar su solvencia. Así que, si se me permite, sólo voy a dejar un par de citas ajenas. Alejandro Dolina escribe:

HISTORIA DEL QUE NO PODIA OLVIDAR.

El ruso Salzman tuvo muchas novias. Y a decir verdad solía dejarlas al poco tiempo. Sin embargo jamás se olvidaba de ellas. Todas las noches sus antiguos amores se le presentaban por turno en forma de pesadilla. Y Salzman lloraba por la ausencia de ellas.
La primera novia, la verdulera de Burzaco, la pelirroja de Villa Luro, la inglesa de La Lucila, la arquitecta de Palermo, la modista de Ciudadela. Y también las novias que nunca tuvo: la que no lo quiso, la que vio una sola vez en el puerto, la que le vendió un par de zapatos, la que desapareció en un zaguán antes de cruzarse con el. Después Salzman lloraba por las novias futuras que aun no habían llegado.
Los hombres sabios no se burlaban del ruso pues comprendían que estaba poseído del mas sagrado berretín cósmico: el hombre quería vivir todas las vidas y estaba condenado a transitar solamente por una. Aprendan a soñar los que se contentan con sacar la lotería...

Y León Gieco canta así Río y Mar.



Lo único que quiero decir, finalmente, es que no me acompleja esta indefinición. No me paraliza. No sé totalmente quién quiero ser, ni todo lo que puedo llegar a ser (de bueno y de malo), pero de toda esa propuesta inagotable de opciones a tomar o a construir, de toda esa incertidumbre existencial (por ponerle un rótulo, en realidad suena más terrible de lo que es) no nace la angustia sino la confianza y la fascinación por lo endeble y poderoso de la construcción humana, o la construcción de Dios en la vida de hombres y mujeres chiquititos, pasajeros, moribundos.

No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia, recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús.
Filipenses 4:6, 7

martes, 12 de mayo de 2009

otra vez la iglesia

Y no dejo de preguntarme sobre la iglesia y cómo puede ser que para tantos tenga significados tan dispares, tan opuestos, complementarios a veces, mutuamente excluyente otras. Y dónde radica el resorte que me hace elegir las opciones contrarias a las de mi hermano que, con la mejor intención, avanza por un camino diferente y vemos cómo este recorrido nos separa, cada vez, un poquito más.
Ha de haber otras cuestiones, indudablemente, pero ¿cuánto tendrá que ver la comodidad, el miedo, la desidia?

(...)
¿Un refugio? ¿Una barriga? ¿Un abrigo para esconderte cuando te ahoga la lluvia, o te parte el frío, o te voltea el viento? ¿Tenemos un espléndido pasado por delante? Para los navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida.
Eduardo Galeano
Ventana sobre la memoria, de Las palabras andantes

lunes, 11 de mayo de 2009

De sermones domesticados a Coraje vital

En el libro de Hechos de los Apóstoles nos encontramos con un relato en el que, a lo largo de sus 28 capítulos, el bueno del Dr Lucas, intenta contar con un ritmo vertiginoso, y con recursos efectistas, lo extraordinario de los eventos en los que se vieron envueltos algunos de los protagonistas de los primeros pasos de la iglesia cristiana. Dentro de ese marco, en el capítulo 4, se nos presenta a Pedro y Juan exponiendo ante las autoridades civiles y religiosas (el poder político y el poder real) una respuesta por demás airosa ante los reclamos de explicación acerca del bien que habían realizado a un mendigo reconocido.
El discurso es impecable. La respuesta es precisa y pertinente a la requisitoria en cuestión. La acusación velada (o no tanto) pega justo donde duele. La explicación teológica y el reclamo de reconocimiento mesiánico de Jesús que los apóstoles exponen en brevísimas palabras son brillantes.
Sin embargo, la esencia del testimonio, según palabras del propio autor, no se remite al carácter de irrefutable que exhibía el sermón. Tampoco a la sobria justificación de los actos, los dichos, y la apelación final. Lo que provocó el asombro de los presentes y el subsiguiente reconocimiento de la presencia de Jesús en la vida de estos hombres fue, en aquel caso, su osadía (NVI). Si bien diferentes traducciones no coinciden en la terminología a utilizar, la expresión original hace referencia, principalmente, a la convicción, a lo extrovertido de la exposición, a la audacia y la valentía con que no sólo defienden su posición ante sus acusadores y potenciales verdugos, sino que también los acusan y los llaman al seguimiento de Jesús.
Correctamente nos preocupamos por el carácter apologético de nuestras exposiciones públicas. Sin embargo no es siempre nuestro discurso, nuestra coherencia teológica o nuestra razonable propuesta el elemento más valioso de nuestro testimonio. La valentía de quienes deberían estar a la defensiva, la impetuosidad de quienes deberían presentarse temblando de miedo y rogando el favor del poderoso, provocaron el asombro de los descolocados inquisidores, y la convicción del milagro operado no sólo en el lisiado en cuestión, sino –más aún–, en esos iletrados pueblerinos, transformados en hombres nuevos.
Tengo la sospecha de que el mensaje que transmitimos desde una iglesia aburguesada, las más de las veces evidencia más la sumisa obediencia a los valores y los poderes de turno, que al Salvador y transformador que pretenden representar los mensajes de las multitudinarias convocatorias y los verborrágicos sermones santurrones. Cada vez más las iglesias superpobladas, los estadios mega evangelizados, y los programas de alienación masiva, nos recalcan que la iglesia evangélica como la conocemos está perfectamente domesticada a los patrones, a los modelos, a los valores de esta realidad dislocada. La osadía, la rebeldía, la impetuosidad que caracterizó a aquellos que llamamos nuestros “padres”, es para nosotros hoy, una materia pendiente.
Una reflexión rápida y a bocajarro: ¡Menos discurso funcional al sistema y más vida!

miércoles, 6 de mayo de 2009

De esperanzas y quimeras

Otro poquito de estímulo para el ánimo.
Este es un texto que me eriza la piel cada vez que lo reencuentro.
No sé por qué extraño vericueto de las emociones y los significados Cortázar lee a Verne y en un momento genera estas líneas magníficas. Pero Pesoa lee a Cortázar y su interpretación de este relato me conmueve de manera diferente a mi propia lectura del mismo texto.
Y ahora aspiro –humildemente– a que esa corriente de emoción alcance a algún eventual amigo que pasó por este rincón ignoto de la red y se salpicó un poquito de la magia de Julio Verne, de Julio Cortázar, de Quique Pesoa, de los buenos deseos para mis amigos de presentes duros por motivos varios.
La calidad de la grabación es malísima. La calidad de la lectura es lo que vale la pena. Escuchate exactamente las mismas palabras pero interpretadas por el maestro Quique.
Que lo disfruten tus oídos, tus emociones, tu ánimo.


Porque El rayo verde, novela poco leída de mi maestro y tocayo, me contó a los nueve años que si mirábamos ponerse el sol en un horizonte marino, si el cielo es diáfano y si a último minuto no se cruza una vela de barco, una bandada de pájaros o una nubecita caprichosa, con el último segmento rojo hundiéndose en la línea del azul veremos surgir un instantáneo y prodigioso rayo verde.
Yo vivía muy lejos del mar, y el sol de mi infancia se ponía entre alambrados, casas de ladrillo y sauces llorones. Subido a la loza de mi casa esperé ingenuamente el milagro del rayo verde, y sólo vi flacas antenas de radio; cuando veinte años después empecé a cruzar el Atlántico y el Pacífico muchos atardeceres me vieron acechar algo que nunca se realizó aunque las condiciones parecieran impecables, y como ocurre en la mal llamada madurez perdí la fe en el rayo verde y en el visionario que me lo había descrito y de alguna manera prometido.
Ayer, desde el mirador del archiduque Luis Salvador, miré una vez más hundirse el sol en el mar. Un amigo mencionó el rayo verde, y me dolió por adelantado que los niños presentes lo esperaran con la misma ansiedad que yo lo había deseado en mi absurdo horizonte suburbano. Ahora sería peor, ahora las condiciones estaban dadas y no habría rayo verde, los padres justificarían de cualquier manera el fiasco para consolar a los pequeños; la vida –así la llaman– marcaría otro punto en su camino hacia el conformismo. Del sol quedaba un último, frágil segmento anaranjado. Lo vimos desaparecer detrás del perfecto borde del mar, envuelto en el halo que aún duraría algunos minutos. Y entonces surgió el rayo verde. No era un rayo sino un fulgor, una chispa instantánea en un punto como de fusión alquímica, de solución heracliteana de elementos. Era una chispa intensamente verde, era un rayo verde aunque no fuera en rayo, era el rayo verde, era Julio Verne murmurándome al oído: “¿Lo viste al fin, gran tonto?”
Un poeta romántico hubiera escrito esto mucho mejor, don Gaspar o Shelley. Ellos vivían en un sueño diurno, y lo realizaban en sus poemas. La flor azul de Novalis, la urna griega de John Keats, el perfil de los dioses de Holderlin. Mi rayo verde se vuelve a la nada en el mismo instante en que lo digo; pero era él, era tan verde, era por fin mi rayo verde. De alguna manera supe ayer que mucho de lo que defiendo y que otros creen quimérico está ahí en un horizonte de tiempo futuro, y que otros ojos lo verán también un día.

Julio Cortázar, "Mi rayo verde"
(fragmento; publicado en Clarín en 1979)

martes, 5 de mayo de 2009

Un poco de teología atorranta

En un relato que no tiene nada que ver con teología, Alejandro Dolina deja, como a la pasada, esta joyita memorable, pero una concepción de la divinidad como para pensar. Aunque no sea su propósito (¿o si?), con mucha calle y eficacia nos deja estas líneas que aquí comparto.

EL NIÑO QUE FUE A MENOS

La señorita Claudia le pregunta a Ferro:
- ¿Quién fundó la ciudad de Asunción?
Ferro lo ignora y lo confiesa. La maestra intenta por otros rumbos.
- Tissot.
- No sé, señorita.
- Rossi.
Silencio. El ambiente se pone pesado porque quizá la señorita Claudia enseñó aquello el día anterior.
- Maldonado.
Nada. Claudia frunce el ceño y ensaya unos reproches generales.
Frezza, el tano Frezza, lo sabe de algún modo misterioso. Es extraño el camino que siguen las nociones: suelen alojarse donde menos se lo piensa.
- Nuñez. López. Dall'Asta.
Tampoco.
Frezza espera, sobrador, sin levantar la mano. Cosa de manyaorejas, piensa.
La señorita Claudia se dirige a las niñas y pronuncia el nombre amado. Frezza está muy lejos para soplar y la morocha que lo enloquece no puede contestar.
De pronto, la maestra lo mira.
- Frezza. Y el niño taura, que tal vez necesita anotarse un poroto, se levanta, mira hacia el banco de la morocha y dice casi triunfal:
- No lo sé.
Si es que nadie lo sabe estará bien no saberlo. Frezza se sienta y se oye entonces, como en una horrible blasfemia, la voz de Campos, injuriosa:
- ¡Juan de Salazar!
Pasaron los años. La morocha no conoció el amor de Frezza ni tampoco su gesto elegante y generoso.
Si alguien califica estas lecciones en alguna Libreta Celeste, Frezza tendrá un nueve. Y si ni siquiera existe esa Libreta, entonces tendrá un diez.

Alejandro Dolina: Crónicas del Ángel Gris;
Niños, libros y lecturas.


lunes, 4 de mayo de 2009

Sospecho del desánimo

No se si es por la altura del año, por lo compleja que se vuelve nuestra realidad cotidiana, o por puro fruto de la casualidad, que uno se anda tropezando con ánimos ajenos que vienen bastante por el suelo. Son momentos, rachas, o no se qué. La cuestión es que el desánimo se aprovecha de nosotros cuando nos encuentra con la guardia baja. A veces lo vemos venir, pero muchas veces se aparece rendepente (como decía la querida Catita), y muy orondo se nos instala en el sillón más cómodo de la cotidianeidad.
Pero, si me permiten, me animo a sospechar, junto con esta canción de Jorge Drexler, que tenemos derecho a suponer que muchas veces, así como llegó, es capaz de desaparecer de un plumazo. Si no sé de dónde salió, por qué no puede ser que también se vaya sin previo aviso.
Un amigo me prohibió terminantemente publicar un mail que me envió en el que relata que la esperanza también suele recorrer esos vericuetos imprevistos por los que el bajón nos visita.
Así que para Miki, Gabriela, Fabián, Vivi P, desanimados varios, bajoneados y cajoneados, ninguneados y bombeados… sospechemos de nuestros propios estados de ánimo también ¿por qué no?



sábado, 2 de mayo de 2009

El discurso: pedestal a la orden del día

En Argentina estamos, una vez más, en período pre electoral. Esto significa que los medios masivos de difusión se vuelven monotemáticos, y la gente en general acata con devota sumisión los dictados del dios de 21 pulgadas. En estos momentos, como nunca, se observa con enorme nitidez la construcción de enormes pedestales vacíos, como los que mentamos en la entrada anterior. Y es que, afirmo temerariamente, la función principal del discurso, ha venido a ser, en nuestra sociedad mediatizada, la construcción de pedestales. Eventualmente, tales pedestales pueden ser agraciados con monumentales ideas o propuestas. Pero más allá de la presentación final, el discurso suele ofrecer las mismas características. El discurso se ha vuelto una acumulación de preconceptos que no pretende otra cosa que elevar, o destacar, una idea, una propuesta, generalmente mínima. Hoy en día, basta revolver con un palito algún ámbito semi intelectual para cosechar una horda de detractores del lenguaje, el discurso y la comunicación de los jóvenes. Pero toda esa enjundia debería apuntar un poco, también, a este bastardeo del discurso que es parte de la enfermedad que ocasiona aquel síntoma. El lenguaje pobre y limitado de los jóvenes es muy propio para su discurso concreto. Y no suena ilógico imaginar que bien podría ser una reacción al palabrerío ostentoso con el que rodeamos ideas vagas y tramposas. ¿Para qué más usamos el discurso sino para elevar y destacar proposiciones simples y menos valiosas que el envase que le procuramos?
Así que, siguiendo en la línea de fotografiar ejemplos, aquí comparto esta foto que nos regala el uruguayísimo Eduardo Galeano:

ELOGIO DEL ARTE DE LA ORATORIA
En el poder, hay división del trabajo: el ejército, las bandas armadas y los asesinos sueltos se ocupan de las contradicciones sociales y la lucha de clases. Los civiles tienen a su cargo los discursos.
En Bogotá hay varias fábricas de discursos, aunque sólo una de las empresas, la Fábrica Nacional de Discursos, tiene teléfono registrado en la guía. Estas plantas industriales han discurseado las campañas de numerosos candidatos a la presidencia, en Colombia y en los países vecinos, y habitualmente producen discursos a medida para interpelar ministros, inaugurar escuelas o cárceles, celebrar bodas o cumpleaños o bautismos, conmemorar próceres de la historia patria y elogiar difuntos que dejan vacíos imposible de llenar:
-Yo, el menos indicado quizá…

Eduardo Galeano, El libro de los abrazos