miércoles, 25 de marzo de 2009

La iglesia del futuro

Hace unos días miré, junto con mis hijos, una típica película Disney llamada “La Familia del Futuro”. En ella, el protagonista (un niño criado en un orfanato), viene a ser ayudado, desde el futuro, por su propia familia, porque la existencia misma de ellos está en peligro ante el presente del chico. En un momento, este muchachito comprende que la clave de la construcción de esa futura familia no depende tanto de la conquista de determinados logros como de la conquista de determinados valores, de adoptar un carácter que le permita hacer un uso inteligente de sus capacidades.

Linda la película. No muy original el planteo.

En ese sentido no es novedosa, tampoco, la reflexión que propongo. Me refiero a que no hace falta ser profeta ni vidente para imaginarse el futuro que nos espera. Con los valores presentes estamos construyendo el mundo del futuro, nuestros países del futuro, nuestras instituciones del futuro.

Para ir enfocando la mirada quiero centrarme en la iglesia que estamos construyendo. Después podría uno proyectar esto mismo a otros ámbitos, pero, inicialmente, me refiero a este segmento de la vida social, que es el que me ocupa en lo inmediato. Digo que, uno de los rasgos característicos de la relación interpersonal actual, es la intolerancia. Una intolerancia que asusta. Así como lo es en la sociedad toda, las iglesias no somos la excepción. Me resulta muy llamativo que en un grupo de 50, 200 o 1000 personas, que se ven las caras –como mínimo– una vez por semana, y se tratan, y se consideran miembros de una empresa común (y suprema, en la mayoría de los casos), esas personas vivan enemistados los unos con los otros por motivos que cualquiera calificaría de superfluos: alguna respuesta áspera, alguna falta de acuerdo en cuestiones domésticas, algún destrato involuntario. Lo cierto es que cualquier cosa nos exaspera. ¡No nos aguantamos nada! No hemos aprendido a debatir y discutir para construir consenso y elaborar propuestas superadoras, pero ahora ya ni siquiera somos capaces de tolerarnos. Y echamos por herejes a los que nos incomodan. Y condenamos por retrógrados a los que no nos comprenden. Y apelamos a alguna autoridad (generalmente la del pastor, porque la de la Biblia “no es tan inspirada”), pero sólo para que reivindique mi posición; caso contrario recuso la autoridad y la inspiración.

¿Qué iglesia estamos construyendo de esta manera? El único modelo de liderazgo compatible con una comunidad de intemperantes es el caudillismo más rabioso. Y hacia allí vamos.

Si, como en la película, algún creyente viniera del futuro dudo que intentaría fomentar en nosotros el fortalecimiento de nuestros actuales valores: vendría a sembrar alguna “verdad” mezquina, rastrera, partidista, de las que tanto nos gustan, para que, pasado el tiempo él y sus adeptos pudieran cosechar mayor poder.

¿De qué nos van a servir la “sana doctrina”, la “tradición de la iglesia”, las “verdades de nuestros mayores”, el día en que dejemos por completo de intentar convivir y crecer en disidencia, el día que la iglesia sea, declarada y abiertamente, el club de “losquepiensanasí”, y “losquehacenesto”?

Se le atribuye a Groucho Marx una frase que dice: “Jamás aceptaría pertenecer a un club que admitiera como miembro a alguien como yo”. Me asusta pensar en la iglesia que estamos construyendo. No quisiera imaginarme que la iglesia del futuro sólo admitiera a intolerantes fundamentalistas de una interpretación lineal de la Biblia y de la vida, como miembros. Quisiera imaginarme una iglesia del futuro con creyentes mejores que yo, con ciudadanos mejores que nosotros, con padres e hijos más dignos que lo que somos nosotros. Y me cuesta imaginármelo…

Creo haber leído que fue Castelli el que dijo: “Si lo ven al futuro, díganle que no venga”

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