jueves, 26 de marzo de 2009

La iglesia del futuro -Capítulo II-

Hace un par de días nos visitaron mis padres y, como corresponde, compartimos un poco de trabajo, un asado bien gauchito, y sobremesa de filosofía político-teólogo-sociológica (o algo más espeluznante y menos definible, aún). Por supuesto todo bien lubricado con tinto a discreción. Como dice mi amigo Pablo Davies: “La calidad de la teología es inversamente proporcional a la cantidad de vino que hay en la botella”. Con mi papá solemos no estar de acuerdo en la mirada de las cuestiones, en las propuestas, y en la valoración de las eventuales respuestas. Coincidíamos esta vez, circunstancia poco frecuente (aunque por lo obvia de la cuestión tampoco es demasiado meritorio el acuerdo), en que en nuestras regiones padecemos una profunda falta de políticas largoplacistas. Nos faltan instituciones y personas que proyecten y trabajen para lograr el país que queremos ser. Somos, en definitiva, lo que nos va saliendo. Y después nos despachamos con la remanida y odiosa frasesita de “es lo que hay”. Lo lamentable es que debería y podría haber habido algo mejor.

No es ilógico, entonces, que en ese contexto, tengamos iglesias que padecen la misma flaqueza. Esto es a la vez que una falta, una virtud. Tal vez no sea algo para jactarse demasiado pero que nuestras iglesias reflejen el mismo desconcierto que la sociedad en su conjunto habla, de alguna manera, de una institución popular, en el sentido de su identidad con la comunidad a la cual pretende servir. Me genera un poquito de desconfianza el que tiene todo claro y ordenado cuando los demás se están ahogando en el descontrol. En la película “La historia oficial”, el padre de los personajes de Alterio y Arana le dice: “… todo el país se fue para abajo. Solamente los hijos de puta, los ladrones, los cómplices, y el mayor de mis hijos se fueron pa’ arriba.” De alguna manera nuestra condición indica en qué vereda estuvimos y estamos parados.

Retomando la idea de la iglesia del futuro, digo que no alcanza sólo con llenarnos la boca con doctrinas y valores que decimos sostener (aunque la práctica generalmente desmiente nuestra proclamada adhesión), sino que, además, necesitamos trabajar para construir la iglesia estructurada por tales valores y doctrinas. Gran parte del problema es que hay muchos valores –o desvalores– que tenemos y no los reconocemos –o no los queremos reconocer–. Y muchos de los valores que decimos tener son sólo palabras, son sólo enunciados, no construimos nada con ellos. Son puro metal que resuena, platillo que hace ruido.

Pero una de las preguntas cruciales en este sentido sería: ¿Sabemos qué iglesia queremos ser? ¿Tenemos idea de qué tipo de comunidad y qué tipo de individuos esperamos que conformen nuestra iglesia dentro de 5, 10, 20 años? ¿Estamos haciendo algo para que esa iglesia futura pueda llegar a ser o es que esperamos que se constituya por generación espontánea?

Mientras pensaba en estas cosas venían insistentemente a mi cabeza dos aportes, que puede ser que no aporten mucho, pero que valen por sí mismos y por eso me gustó la idea de sumarlos a esta charlita.

El primero es otra bendición pagana. Una poesía de Hamlet Lima Quintana (¡Nooo! ¿el comunista? ¡Sí! El comunista, sensible, humano, maravilloso Hamlet Lima Quintana).

Teoría de los buenos deseos

Que no te falte tiempo
para comer con los amigos,
partir el pan,
reconocerse en las miradas.

Deseo que la noche
se te transforme en música
y la mesa en un largo
sonido de campanas.

Que nada te desvíe,
que nada te disturbe,
que siempre tengas algo
de hoy para mañana

y que lo sepas dar
para regar las plantas,
para cortar la leña,
para encender el fuego,
para ganar la lucha,
para que tengas paz.
que es la grave tarea
que me he impuesto esta noche
hermano mío.

El otro aporte que tal vez no aporte es una canción de Silvio Rodríguez (¡Nooo! ¿El cubano, ateo, comunista, bla bla bla… ¡Si! El genial Silvio). Aquí nos cuenta que Mariana tiene bien en claro lo que quiere ser: Mariana quiere ser canción. Destino envidiable si los hay.


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