Tal vez el principal de los presupuestos, o al menos el que más me interesa resaltar, es el atributo personal de Dios. Dios es personal. Dios tiene carácter, voluntad, emoción, lo que llamamos “personalidad”.
Ahora bien, en una relación amistosa como las que conocemos, dos o más personas se ven enriquecidas mutuamente por el intercambio y, aunque la relación sea asimétrica, todos los involucrados son susceptibles de cambios. Para bien o para mal la amistad implica posibilidad de cambio. Vulnerabilidad. Apertura profunda y genuina.
Uno de los elementos constitutivos de la amistad es el compañerismo en pos de objetivos comunes. Charlamos, discutimos, crecemos, buscando conocer, comprender, o alcanzar algún elemento aún lejano.
¿Vale esto para la amistad con Dios?
Absolutamente.
¿Cambiará Dios? ¿Me escuchará tratando de aprender juntos? ¿Se volverá vulnerable a mis traiciones, contradicciones e inconsistencias, o a mi afecto?
De eso se trata el tipo de amistad que él propone.
La única diferencia significativa que podría proponer, es que en la amistad con Dios no buscamos encontrar nuevas y mejores respuestas (aunque también lo hacemos), sino que buscamos encontrar nuevas y mejores preguntas para una realidad en constante devenir.
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