sábado, 24 de enero de 2009

don Eduardo, abonado de mi escritorio

Tengo la extraña y herética sensación que nos necesitamos unos a otros para acercarnos al conocimiento de Dios. Reconozco y valoro el esfuerzo de hombres sabios, trabajadores e inspirados a lo largo de la historia que enriquecen nuestro acercamiento actual. Pero a cada generación le cabe aportar las miradas que su tiempo proponen. Pero noto que nuestra tendencia (la tendencia de nuestro tiempo) es a diversificar, a individualizar las áreas de investigación y de conocimiento. Esto en sí no es negativo sino inevitable. Pero me parece que nos está faltando volver a unificar los conocimientos. Los avances de cada área, de cada facultad, debería estar seguida de un intento de unificar ese avance al conjunto del saber general (suponiendo que tal cosa existe).

Bien, no hay manera que yo pueda hablar de esta cuestión a nivel científico. Me limito a hacerlo en mi ámbito de influencia. Estoy bastante lejos de los círculos teológicos académicos pero muy en contacto con la “teología de a pie”. De la evangélica principalmente, pero intento acercarme a otras.

Vuelvo al punto donde empecé estas líneas, y lo hago de la mano de Eduardo Galeano. E intento conservar la frescura que magistralmente retrata él en este textito. Conozco a muchos que consideran que su oficio consiste en asir al Inasible, en capturar al Eterno, en comprender al Incomprensible. Galeano me deja esta sensación latente: ¿y si, simplemente, nos ayudamos a mirar? No, no es simplista. Propongo que toda nuestra actividad teológica debería conservar, como elemento insustituíble, esa frescura. Esta frescura. Leelo y después me contás:

LA FUNCIÓN DEL ARTE

Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló antes sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.

Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre.

-¡Ayudame a mirar!

Eduardo Galeano, El Libro de los Abrazos

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