martes, 29 de septiembre de 2009

como un matrimonio... arreglado

Acabo de terminar de leer un libro de un autor que, una vez más, me inviata a pensar la fe cristiana de siempre, pero con ojos renovados, con ojos bien abiertos y dispuestos a ver muchas cosas que la gran mayoría de los escritores cristianos que leí en mis no pocos años de evangélico, ocultan o soslayan.
Estos párrafos que aquí les comparto no tienen que ver directamente con eso, pero me parecieron muy valiosos para que los lean y los disfruten.

En culturas de corte occidental, las personas tienden a casarse porque les atraen los encantos de alguien: una sonrisa fresca, buen testimonio, una figura agradable, capacidad atlética, atractivo personal. Con el tiempo, estas cualidades pueden cambiar, y los atributos físicos en especial se deterioran con la edad. Mientras tanto, salen a la superficie unas sorpresas inesperadas –descuido en la limpieza del hogar, ataques de depresión, diferencias en los apetitos sexuales– que interrumpen el romance. En cambio, los que se casan en un matrimonio concertado no centran sus relaciones alrededor de la tracción mutua. Después de la decisión de sus padres, usted acepta que va a vivir durante muchos años con una persona a la que apenas conoce. La pregunta central ya no es: “¿Con quién me debo casar?”, sino: “Teniendo en cuenta este cónyuge que tengo, ¿qué clase de matrimonio podemos construir entre los dos?”
A la relación con Dios se aplica un esquema parecido. No tengo control alguno sobre cualidades de Dios, como por ejemplo su invisibilidad. Dios es libre, y tiene una “personalidad” y unos rasgos que existen, me gusten o no. Tampoco tengo decisión alguna que tom
ar acerca de muchos de los detalles de mi propia persona: mis rasgos faciales y mi pelo crespo incontrolable, mis incapacidades y limitaciones, diversos aspectos de mi personalidad o mi procedencia familiar. Si utilizo el enfoque romántico del occidente, me puede disgustar esta o aquella cualidad de Dios, y puedo llegar a desear que él controle al mundo de diferente forma. Le puedo exigir que cambie mis circunstancias antes de entregarle mi vida. O puedo utilizar un enfoque muy distinto. Puedo aceptarlo con humildad tal como él se ha revelado en Jesús, y aceptarme también a mí mismo, con todos mis defectos, como la persona escogida por Dios. No me aparezco con una lista de exigencias que debe satisfacer antes que yo haga el voto. Como los cónyuges en un matrimonio concertado, me comprometo previamente con Dios, pase lo que pase.
La fe significa hacer un voto “para bien o para mal, en riqueza o en pobreza, en enfermedad y en salud” de amar a Dios y aferrarse a él, pase lo que pase. Por supuesto, esto significa un riesgo, porque podría descubrir que aquello que Dios me pide entra en conflicto con mis apetitos egoístas. Felizmente, el espíritu del matrimoni
o concertado funciona en ambos sentidos: Dios también hace un compromiso previo conmigo, prometiéndome un futuro y una vida eterna que van a redimir las circunstancias con las cuales lucho ahora. Él no me acepta con condiciones, a partir de mi actuación, sino que me concede su amor y su perdón gratuitamente, y a pesar de mis innumerables fracasos.
Hay quienes tienen la esperanza de que la vida con Dios sea una solución a sus problemas, y escogen a Dios como podrían haber escogido un cónyuge en una cultura de amor romántico: para buscar unos resultados apetecibles. Esperan que Dios les traig
a buenas cosas, diezman porque creen que el dinero les regresará multiplicado por diez, tratan de vivir rectamente con la esperanza de que Dios los prospere. Cualquiera que sea su problema –el desempleo, un hijo con retraso, un matrimonio que se derrumba, una pierna amputada, una cara fea– esperan que Dios intervenga a favor de ellos consiguiéndoles un trabajo, remendando su matrimonio y curando al hijo con retraso, la pierna amputada, y la cara fea. Sin embargo, como ya sabemos, la vida no siempre tiene unos finales tan maravillosos. En realidad, hay países en los cuales el que una persona se haga cristiana le garantiza el desempleo, el rechazo de su familia, el odio de la sociedad, e incluso el encarcelamiento.
[…]
(…) me pongo a recorrer la librería cristiana de mi localidad, donde encuentro anaqueles enteros de libros que me dicen cómo salvar mi matrimonio, criar hijos piadosos, experimentar las bendiciones de Dios, resistir ante las tentaciones o hallar la felicidad. Cada año aparecen más libros de este tipo, y cada año crece la necesidad que hay de ellos. Si un libro pudiera realmente salvar un matrimon
io, los porcentajes de divorcios se deberían estar reduciendo entre los cristianos que compran libros, tendencia que aún no he podido observar. Igualmente, la relación con Dios exige algo más que el simple enfoque de resolver sus problemas.

PHILIP YANCEY, pag. 294-296
Alcanzando al Dios Invisible, Editorial Vida, 2004
Capítulo Veintidós: Un matrimonio concertado

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