sábado, 18 de julio de 2009

sobre la rápida opinión

No es necesario ser muy observador ni demasiado inteligente para notar el protagonismo que los “medios de comunicación” han obtenido en la vida pública de los argentinos durante los últimos tiempos. Incluso muchos se aventuran a afirmar que el resultado de las últimas elecciones se vio influenciado de manera importante por una campaña y un programa de televisión. Más allá de esto, es innegable la influencia que televisión, radio, diarios y revistas tienen en la vida cotidiana y en el humor general.
Dentro del marco de la modernización tecnológica de la que se vieron beneficiados muchos de ellos podemos notar un elemento que quiero resaltar aquí. Me refiero a la incorporación de la opinión de los oyentes/televident
es/lectores dentro de la artística de cada uno de estos medios. En algunos casos esta inclusión se rige con algún criterio de forma o de contenido, pero, en muchos otros, resulta evidente la sola intención de dar lugar a la “voz de la gente”.
Lejos de promover un juicio de valor quisiera hacer un comentario acerca del carácter que estas opiniones contienen, y que m
e resulta bastante interesante.
Es cierto que los medios gráficos tienen, por su estructura, una posibilidad de mejor evaluación y mayor organización de estas opiniones. Lo que en el caso de la radio es, a la vez, una virtud y una dificultad: La inmediatez que brinda la radio le priva de ciertos pasos intermedios que le podrían mejorar tal inclusión desde su contenido o, al menos, desde su mera presentación.
En estos últimos tiempos tuve ocasión de escuchar algunos de esos “aportes” de los oyentes radiales, que me llevan a sospechar de esta manera que lo estoy haciendo.
El carácter de esas opiniones tenía que ver con la solución de los diferentes conflictos que afli
gen a nuestra sociedad: inseguridad, salud pública, desempleo, educación, política partidaria, cortes de rutas, impacto ecológico, la salud de Maradona, la designación de funcionarios, etc. La gente proporcionaba su solución particular para cada uno de estos temas (y para muchos más). Lo que me llamó la atención y me produjo cierta preocupación es la argumentación que se ofrecía para las soluciones propuestas.
Muchísimas personas recomiendan soluciones a los diversos y complejísimos problemas de nue
stra sociedad (ni qué hablar de los problemas de la humanidad o, más aún, de la naturaleza del hombre) con el solo sustento de la invulnerable premisa de “yo creo que”. Cantidades de hombres y mujeres preocupados y movilizados por las problemáticas comunes creen que su respuesta es valedera porque “yo creo que... esto o aquello”. O porque “a mí me parece que...” O “yo pienso que...” o “para mí...”
En lo personal entiendo que toda opinión es valiosa y digna de ser considerada. Pero muchas veces nos engañamos (o somos inducidos al engaño) por una distinción semántica. Valiosa no es lo mismo que valedera.
Quiero decir que todos tenemos opinión propia y es sano, plausible y necesario ejercitar el derecho a expresar esa opinión. Que es muy bueno intent
ar encontrar caminos de salida a los problemas generales a partir de nuestras ideas y convicciones. Pero ¿realmente creemos que podemos proponer como válida una salida sustentada solamente en nuestra apreciación personal?
Me llama poderosamente la atención que a la hora de señalar la valoración ante determinada situación o la solución a algún conflicto, a nadie le interesa qué dicen las leyes con respecto a esa situación. Nadie menciona cuál sea la opinión de los eruditos o los especialistas en ese tema. Nadie propone mirar la historia para encontrar semejanzas y evaluar resultados. O c
ómo se conjugan estos y otros aspectos del saber y el obrar.
Este es el cuadro de situación que despertó mi asombro y me originó un par de interrogantes que quisiera compartir:
¿Realmente nos estamos volviendo tan livianos, como sociedad? ¿Tan faltos de profundidad a la hora de evaluar causas y considerar posibilidades?
¿De dónde surge, desde dónde se alimenta esta sobrevaloración de la opinión ligera y emocional? ¿Qué clase de omnipotencia pretendemos reclamar desde nuestro discurso?
¿No estamos trivializando demasiado cuestiones realmente importantes e intrincadas? ¿O es que solamente “jugamos” a que nos ocupamos de los problemas, y no los reconocemos en su verdadera magnitud?
Finalmente: ¿quién está pensando en serio sobre todos nuestros problemas? ¿El Congreso? ¿El Ejecutivo Nacional? ¿El tribunal de La Haya?
Creo que si realmente queremos considerarnos adultos como sociedad necesitamos adoptar otra posición. Menos voluntarista. Más madura. Ser adulto significa, entre otras cosas, que ya soy conciente que no está más papá para solucionarme los problemas. Y si no asumimos la complejidad de nuestras dificultades no vamos por buen camino.
Dice la Biblia en Proverbios 14:23: “Todo esfuerzo tiene su recompensa, pero quedarse sólo en palabras lleva a la pobreza”. ¡Esforcémonos! No nos entreguemos a simplificaciones falaces. Esquivemos la pobreza conceptual que nos acosa. Esforcémonos, y apoyemos a los que realmente se prodigan de manera amplia en la construcción de una realidad superadora.

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