lunes, 16 de febrero de 2009

50° aniversario de la convocatoria al Vaticano II

Hace algunas semanas se cumplieron 50 años de la convocatoria del papa Juan XXIII a lo que conocemos como el Concilio Vaticano II. Este encuentro eclesial nunca tuvo el propósito de reformar la doctrina. Buscó actualizar sus formas a una realidad muy diferente a la que la iglesia había tenido en sus orígenes. Intentaba reacomodar sus estructuras para que el contenido de su mensaje se expresara en un continente más adecuado a una realidad cambiante. Sabido es que, de todas formas, dejó la puerta abierta a una serie de cambios que se estaban incubando en el interior de la ICR, y que creyeron encontrar su momento de ver la luz. Medio siglo después, todavía no se puede reconocer el estado de salud de aquella criatura.

Todavía hoy, tras tan vasto recorrido, la iglesia católica se sigue debatiendo acerca de los alcances de aquel concilio. No sólo esto, sino que la propia dirigencia actual (léase don Benedicto XVI), intenta revertir algunos de los efectos de las ideas y formas que ese sínodo trajera a la institución.

El catolicismo oficial contiene dentro de sus filas extremos tan contradictorios como el Opus Dei y la teología de la liberación. Se las arregla para contener en su seno a figuras tan opuestas como Francisco de Asís y el Papa Borgia. Pero rechaza y excomulga a cualquiera de los miembros que pequen de exceso de vehemencia en la promoción de sus convicciones. ¿Cuál es ese tabú que no se permite tocar? La jerarquía, la estructura, el verticalismo defensor de los ámbitos de poder. Cualquiera puede disentir, argumentar, polemizar, ejercer la herejía, el pecado más atroz, el desacato y respimporoteo, hasta que su inmediato superior diga basta. Cuando esto no ocurre, la única vía que encontró la iglesia es la división. La escisión. Así sucedió con las disputas que dieron origen a las iglesias ortodoxas y a la protestante. Así sucede con las vertientes que desde la teología o la práctica eclesiástica insisten, todavía hoy, con la posibilidad de transformarle la cara a la liturgia y la espiritualidad, conforme a la intención de aquel concilio católico.

La iglesia evangélica latinoamericana (al menos su versión argentina, que es la que más conozco y sobre la que me animo a realizar algunas afirmaciones), casi por inercia, ha copiado su modelo de organización y funcionamiento del único modelo eclesial que conocía: la iglesia católica. Y en el aspecto que estamos tratando aquí, es uno de los que más imitan al sistema patrón.

Hoy vemos, entonces, un retroceso en cuanto a algunas aperturas que la iglesia católica se había permitido. Hablo desde mi prejuicio personal. Entiendo que el Vaticano se vuelca al conservadorismo al ordenar Papa a Joseph Ratzinger, y éste (ahora devenido en B XVI) señala con claridad esa tendencia al reconciliar al sector lefevrista, un grupo abiertamente inclinado al conservadorismo.

La iglesia evangélica aparenta seguir ese modelo (en general las sociedades humanas nos muestran esa tendencia, pero en este momento nos ocupa la práctica de nuestra iglesia), esto es: ante las disidencias, ante el desafío de tendencias renovadoras o revisionista de las estructuras o los fundamentos, se cierra a la posibilidad de cuestionar, de reevaluar, de considerar la posibilidad de cambio. Esto se traduce en un vuelco al conservadorismo y un elegante portazo a el o los reformistas.

¿Es esto inevitable? ¿Es esto saludable? ¿Esta bien que nos resulte natural y hasta loable que los promotores de cambios sean vistos como sospechosos? En una institución orientada de lleno al servicio (como entiendo que la iglesia debe ser) ¿no debería provocarnos algún tipo de reproche repetir los patrones de conducta de instituciones cuya prioridad es la propia preservación?

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