jueves, 17 de marzo de 2011

de relicarios, pancartas y pertinencias

En el transcurso de estos días me tocó trabajar con unos grupos de adolescentes, y compartimos con ellos una cuestión harto conocida, pero no por ello falta de interés y curiosidades. Abordamos un aspecto del hecho que nuestra comprensión y valoración de algunas palabras nos condiciona en cuanto a nuestra aproximación al objeto que esa palabra designa. Fue así que escuchamos una canción en la que el artista rezonga ante la rutina, y la monotonía generalizada. Y de manera muy poética y musical nos captura y conduce a la misma sensación para instarnos a combatir esa rutinaria postura de aceptación y acomodamiento a situaciones indeseables. ¡Abajo la rutina, pues! ¡Nos da ganas de gritar a coro y maldecir a la muy desgraciada rutina, indeseable, BASUUURA!
Sin embargo, la misma palabra tiene una serie de significados y usos que nos la señalan como algo útil y valioso. La palabra rutina puede significar algo pesado, sombrío y repudiable, pero también, si pensamos en una rutina de entrenamiento, pasamos a entenderla como una herramienta para alcanzar un objetivo y evaluar nuestro progreso (o la falta de él). Podemos, también, pensar en la rutina que desempeña un artista, con lo que la palabra vendría a designar una seguidilla de hechos artísticos que son la plataforma para que el talento encuentre el ámbito propicio para manifestarse. Una rutina de estudios es el programa (la ruta) que prefijo para llegar al objetivo propuesto y deseado. Y, conforme la mirada que tengamos hacia la expresión “rutina”, o conforme la definición a la que hagamos referencia o adhiramos, esto implicará una carga valorativa y emocional hacia esa palabra y hacia lo que ella designa.

Creo que una parte fundamental de nuestra misión cristiana es la de redefinir para nuestra generación, contexto social, cultura, el contenido que la iglesia le atribuye al concepto de cristianismo, y a las diferentes expresiones y manifestaciones de su fe. Así como salvación no representa la misma situación y posee igual carga valorativa y emotiva para los profetas del s VIII aC que para Pablo en su epístola a los Romanos, tampoco “cristianismo” puede ser lo mismo para los europeos de la edad media que para los sudamericanos del s XXI. De no entenderlo así corremos el riesgo de que nuestras consignas se transformen en slogans vacíos, o marquesinas confeccionadas y valoradas en otros tiempos y culturas sin alcanzar el impacto emocional y conceptual que las buenas noticias deben representar para cada unidad espaciotemporal. No es solo cuestión de semántica sino de acompañar las renovadas autorevelaciones de un Dios vivo en una sociedad cambiante.
Sin romper y reelaborar algunas pancartas nos transformamos lentamente en perpetuadotes de una religión. En transplantadotes de doctrinas cuyo valor emotivo y conceptual (originalmente impactante y pertinente) se fue perdiendo o desgastando en el trayecto. Sin una actitud crítica hacia las propias creencias y prácticas (tanto como la que se tiene hacia las creencias y la práctica de “las puertas del tempo hacia fuera” –lo que algunos, tapándose la nariz, llaman ‘el mundo’–) la fe se vuelve irrelevante, y los practicantes de ella una serie de adoradores de reliquias.
No se trata de aggiornar la religión para acompañar los nuevos tiempos sino de vivir las verdades eternas y comprometernos con la comunidad en la que esa verdad –el logos de Dios– vive, para pintar pancartas renovadas, con una caligrafía pertinente y relevante, para anunciar un mensaje y unas consignas encarnadas en nosotros, carteles vivientes, convites de fe, acción y compromiso.

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