lunes, 17 de mayo de 2010

de silbos apacibles y esas yerbas

Después del terremoto, un fuego; pero el SEÑOR no estaba en el fuego. Y después del fuego, el susurro de una brisa apacible. Y sucedió que cuando Elías lo oyó, se cubrió el rostro con su manto, y salió y se puso a la entrada de la cueva.
Porque son matices los que hacen únicos a los momentos y las personas.
Son los detalles los que nos salvan.

La vida es –las más de las veces– una gran monotonía. Rutinas, reiteraciones, dialécticas circulares. Es así que los momentos que conservamos como más caros a nuestra memoria son únicos e irrepetibles no por la espectacularidad de su contenido, sino por la singularidad de pequeños, insignificantes, imperceptibles matices. Las personas no somos (mal que nos pese) seres demasiado originales. Somos todos bastantes predecibles, somos todos hijos de similares condicionamientos ambientales e internos. Pero nuestra intuición y alguna percepción que no siempre es conciente nos indican que hay personas diferentes de abismales diferencias. Que hay escenas de nuestras vidas (increíblemente parecidas a tantas escenas de nuestras propias historias y de millones de historias ajenas) que son únicas por sus matices, por sutilezas, por detalles casi imperceptibles a los ojos de un observador cualquiera pero que imprimen una singularidad profunda, notoria, eterna, en nuestro espíritu.
Es un diminuto fueguito el que elevó al globo, un gesto el que pintó la mañana, una imagen la que vistió la tarde gris de crepúsculo inspirador. Una estrella desapercibida por todos la que llevó a tres sabios de oriente hasta el corral de animales donde llorisqueba un rey. No sabemos cuál será el ángel (el angelo: mensajero de Dios) que remueva el agua del estanque de nuestro ánimo. Un aroma, una palabra, una intención, va a ser, en el momento menos esperado, la que redima nuestro día y hasta nuestra existencia, la que salve… la que nos salva*.* 1. Librar de un riesgo o peligro, poner en seguro. [Definición de la RAE]

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