Ivana vuelve de
su viaje. Un viaje inesperado, que no planificó pero que, de repente, la
instaló durante una semana en un destino improbable donde volvió a escuchar
frases y palabras que ya había oído pero que se repoblaban de sentido. Y empezó
a vivir emociones que conocía pero que no esperaba que afloraran allí. Y volvió
a reconocer caminos, desafíos, propuestas que la devolvieron a casa reconvertida
en alguien que siempre fue, aunque ya no era, aunque quiere ser… Y esta otra persona,
habitante de su antigua piel, se acerca otra vez a su lugar de partida.
Llega encendida.
Y se encuentra con su hija que la espera y la recibe y se celebran mutuamente.
Antes de volver a casa comparten un buen rato con el papá de la hija de Ivana
que escucha atento los atisbos de explicación que ensaya ella tratando de
verbalizar las revoluciones que experimentaron su cabeza, sus emociones, su
alma… (algunos de los puertos que consigue señalar de su inmersión en ese Océano). Y sin comprenderlo todo sabe sin saber que lo vivido no la transformó en
alguien diferente, sino que la hizo trascender un umbral de su propia vida y ahora
puede ver, sentir y soñar mucho de lo que antes no.
En los momentos
finales de aquella charla él no puede contenerse: “Es hermoso todo lo que contás.
Estás distinta. Llenaste esta casa de una energía preciosa”.
Cuando me lo
cuenta no me sorprende pero me maravilla. Rápidamente borroneo la escena en mi
imaginación y comprendo que, igual que María, inundó la casa de un halo
fragante y delicioso (Juan 12:1-3)
Y me doy cuenta
que esa mudanza, que todos ven, que cambia su vida, que es reconocible y
admirable y apetecible, tanto como inexplicable, no se trata de definiciones ni
de conceptos mensurables, sino de vida, de acción. Y recuerdo que ya fue
definida en términos contundentes: “La salvación ha
venido hoy a esta casa” (Lucas 19:1-9)
No me atrevo a lastimar el silencio. No digo nada. La abrazo.
Y me abraza