ESCENA 1
Mientras esperábamos que Miguel llegara a la casa a la que había ido a entregar un trabajo, su esposa me mostraba las plantas que habían comprado en la semana y habían plantado el día anterior. Emocionada, me contó que una vez realizada la compra, el dueño del vivero les regaló “esas dos plantitas de ahí”.
- Se llaman Salvia –me dijo–, y el hombre nos dijo que la particularidad de estas plantitas es que atraen a los colibríes. Las plantamos ayer a la mañana, y a la tarde ¿sabés que tenía? ¡un colibrí!
ESCENA 2
Graciela nos ayuda con unos pequeños detalles para terminar de acomodar el salón antes de empezar nuestra reunión aquel domingo. No contenta con eso saca de su bolso algo que había traído para compartir con los eventuales asistentes a aquella reunión, sabiendo que es nuestra costumbre convidar con mate a los que van llegando, mientras se acomodan y esperamos el horario de comienzo. Ante mis “reproches” por aquel acto generoso, me veo sorprendido por un contraataque que me deja desarmado:
- Pero si vos mismo me enseñaste la frase que decía tu papá: “Que tu mano llegue antes que tu ofrecimiento”.
ESCENA 3
Mientras sé que los chicos que están armando toda la movida para la fiesta del cumpleaños de la radio, me debato entre mis pocas ganas de sacar un rato del poco tiempo que tengo y la ayuda que sé, les va a venir más que bien de mi parte. Realmente no tengo muchas ganas, estoy cansado, me quedan cosas por terminar de hacer, tengo un buen número de excusas sumamente válidas como para no hacer el esfuerzo que, de todas maneras ya sé, finalmente voy a hacer.
Y ¿por qué?
¿Por qué no tengo ganas de ir, cuando sé que puedo ayudar?
¿Por qué sé que de todas maneras, aunque después me arrepienta, voy a ir a hacer lo que esté a mi alcance, aunque no sea mucho?
Mientras preparo el programa de radio para este domingo, resuenan en mí las palabras del cuento de Eduardo Sacheri “Geografía de tercero”. Es un cuentazo y no cometeré la irreverencia de arruinarlo aquí con una sinopsis ligera e injusta. Pero baste con decir que el cuento versa sobre el recuerdo que somos capaces de imprimir en la memoria de otros, y qué hacer con la memoria emocional que otros imprimieron en nosotros.
Y es así que me descubro a mí mismo reflexionando –logro más que laudatorio para un cuento– ¿Cómo voy a ser recordado por otros, el día que ya no esté aquí? ¿Cómo me recuerdan, con qué gesto mencionan mi nombre mis ex compañeros de trabajo, de estudios, mis vecinos de barrios anteriores?
Me encantaría saber si fue cambiando esa imagen con el transcurrir del tiempo. Creo que lo deseable sería que ese recuerdo fuera mejorando de lugar en lugar. Supongo, en principio, que lo esperable sería que mis vecinos y contactos de estos tiempos reciban a un mejor Lubi que el que recibieron sus predecesores.
Hoy me apuro para terminar de preparar mis cosas (lo que, por lo general, suelo hacer lentamente) porque alguien espera un poco de mi ayuda en un evento que me involucra de manera no muy directa. Y preferiría desentenderme del compromiso pero me obligo a estar disponible para estos amigos.
Quiero ayudar, pero para hacerlo necesito luchar conmigo mismo, porque no quiero ayudar. ¿Quién le enseñó al colibrí a salir volando derechito hacia la Salvia? ¿Por qué me cuesta tanto tener la misma predisposición para con el servicio, cuando la decisión está?
Finalmente… ¿cuál soy? ¿el que quiere quedarse o el que quiere ir?
Me reniego, en parte, por esta lucha interna que me mortifica por momentos. Pero me alegro, celebro la realidad de ser humano. De ser imperfecto y perfectible. De no ser el colibrí que sale impelido por su mandato genético. Me gozo en la realidad de saberme “socio” de Dios que me convoca a transformar juntos esta realidad propia que me confronta.
¿Cuál soy?
Provisoriamente me afilio a la sentencia que me gustaría fuera la definición más acertada: “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”
Mientras esperábamos que Miguel llegara a la casa a la que había ido a entregar un trabajo, su esposa me mostraba las plantas que habían comprado en la semana y habían plantado el día anterior. Emocionada, me contó que una vez realizada la compra, el dueño del vivero les regaló “esas dos plantitas de ahí”.
- Se llaman Salvia –me dijo–, y el hombre nos dijo que la particularidad de estas plantitas es que atraen a los colibríes. Las plantamos ayer a la mañana, y a la tarde ¿sabés que tenía? ¡un colibrí!
ESCENA 2
Graciela nos ayuda con unos pequeños detalles para terminar de acomodar el salón antes de empezar nuestra reunión aquel domingo. No contenta con eso saca de su bolso algo que había traído para compartir con los eventuales asistentes a aquella reunión, sabiendo que es nuestra costumbre convidar con mate a los que van llegando, mientras se acomodan y esperamos el horario de comienzo. Ante mis “reproches” por aquel acto generoso, me veo sorprendido por un contraataque que me deja desarmado:
- Pero si vos mismo me enseñaste la frase que decía tu papá: “Que tu mano llegue antes que tu ofrecimiento”.
ESCENA 3
Mientras sé que los chicos que están armando toda la movida para la fiesta del cumpleaños de la radio, me debato entre mis pocas ganas de sacar un rato del poco tiempo que tengo y la ayuda que sé, les va a venir más que bien de mi parte. Realmente no tengo muchas ganas, estoy cansado, me quedan cosas por terminar de hacer, tengo un buen número de excusas sumamente válidas como para no hacer el esfuerzo que, de todas maneras ya sé, finalmente voy a hacer.
Y ¿por qué?
¿Por qué no tengo ganas de ir, cuando sé que puedo ayudar?
¿Por qué sé que de todas maneras, aunque después me arrepienta, voy a ir a hacer lo que esté a mi alcance, aunque no sea mucho?
Mientras preparo el programa de radio para este domingo, resuenan en mí las palabras del cuento de Eduardo Sacheri “Geografía de tercero”. Es un cuentazo y no cometeré la irreverencia de arruinarlo aquí con una sinopsis ligera e injusta. Pero baste con decir que el cuento versa sobre el recuerdo que somos capaces de imprimir en la memoria de otros, y qué hacer con la memoria emocional que otros imprimieron en nosotros.
Y es así que me descubro a mí mismo reflexionando –logro más que laudatorio para un cuento– ¿Cómo voy a ser recordado por otros, el día que ya no esté aquí? ¿Cómo me recuerdan, con qué gesto mencionan mi nombre mis ex compañeros de trabajo, de estudios, mis vecinos de barrios anteriores?
Me encantaría saber si fue cambiando esa imagen con el transcurrir del tiempo. Creo que lo deseable sería que ese recuerdo fuera mejorando de lugar en lugar. Supongo, en principio, que lo esperable sería que mis vecinos y contactos de estos tiempos reciban a un mejor Lubi que el que recibieron sus predecesores.
Hoy me apuro para terminar de preparar mis cosas (lo que, por lo general, suelo hacer lentamente) porque alguien espera un poco de mi ayuda en un evento que me involucra de manera no muy directa. Y preferiría desentenderme del compromiso pero me obligo a estar disponible para estos amigos.
Quiero ayudar, pero para hacerlo necesito luchar conmigo mismo, porque no quiero ayudar. ¿Quién le enseñó al colibrí a salir volando derechito hacia la Salvia? ¿Por qué me cuesta tanto tener la misma predisposición para con el servicio, cuando la decisión está?
Finalmente… ¿cuál soy? ¿el que quiere quedarse o el que quiere ir?
Me reniego, en parte, por esta lucha interna que me mortifica por momentos. Pero me alegro, celebro la realidad de ser humano. De ser imperfecto y perfectible. De no ser el colibrí que sale impelido por su mandato genético. Me gozo en la realidad de saberme “socio” de Dios que me convoca a transformar juntos esta realidad propia que me confronta.
¿Cuál soy?
Provisoriamente me afilio a la sentencia que me gustaría fuera la definición más acertada: “somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”
que lindo Lu, gracias!!Sandra
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